Un hombre agoniza en un hospital. Le acompañan su mujer y una hija que mira por la ventana como cae la tarde, una cálida y soleada tarde de verano. Fuera una madre pasea con su hijo por el parque y se come un helado. Un policía apunta la matrícula de un coche mal aparcado. La camarera sirve una copa a una pareja de turistas. La vida alrededor se mantiene ajena a la desgracia de la familia del moribundo. Su tragedia es diminuta y no encaja en la escala de la gran ciudad. Ni siquiera una desgracia para la vida de la ciudad alteraría el ritmo y el sentir normal del país.
En los planes de la gran estructura nada modifica sus engranajes. Un maremoto que destroce toda una región del planeta no cambiará la agenda diaria de los millones de personas que se hacinan al otro lado del planeta. El gran plan debe continuar. Toda vida es ajena a las demás vidas. Insignificantes partículas.
Ni siquiera una catástrofe planetaria alteraría lo más mínimo los destinos y tareas de los seres de otras galaxias o de otros mundos. No somos nada.
La gran estructura sigue sus planes. Si acerca el oído escuchará un enorme griterío de fondo, indescirnible en su significado, apenas un murmullo, un rumor que se lo lleva el viento interestelar. Los que piensan que eso es Dios deben sentir plenamente su crueldad. A los que pensamos que no hay explicación a nuestro alcance solo nos cabe sobrevivir en el sin sentido. Todo eso dará igual.
Todo encaja en sus grandes e ignotos esquemas.
El hombre ya ha muerto ante el llanto silencioso de su familia. La mujer del parque ya se ha terminado el helado. El dueño del coche ha cogido el papel de la multa y lo tira con rabia a la calzada. Un anciano le mira con recriminación desde el banco donde descansa. La camarera ha terminado su turno de trabajo y se marcha a la parada de autobus. Le espera su novio. Tres países más allá la gente se muere de hambre y conseguir un trago de agua es el premio al esfuerzo de todo un día. A miles de kilómetros una bomba ha sesgado la vida de treinta personas mientras estaban en la cola de una oficina gubernamental.
En el Sol, mientras tanto, se han sucedido varias explosiones atómicas. Andrómeda sigue girando y flotando en el Universo. Transformación sin cambio.
La gran estructura mantiene el rumbo. Según lo previsto.
Se preguntaba hace unos días el profesor Beck de la Universidad de Munich, hablando de las distintas religiones, si sería posible en el futuro inmediato un modelo religioso cuya meta no fuera la verdad sino la paz. Porque el modelo histórico que hemos sufrido y seguimos sufriendo es el de religiones cuya seña de identidad es la posesión en exclusiva de la verdad, con lo que el enfrentamiento con los otros estaba asegurado. Las religiones se convierten así en sistemas de pensamiento totalitarios con categorías absolutas de "bien" y "mal", "herejía" y "ortodoxia", por ejemplo. Esos sistemas de pensamiento, más que tender puentes hacia el prójimo, son la base de persecuciones, enfrentamientos, fronteras e identidades separadas. Pero al mismo tiempo, son la razón de acciones encaminadas a salvar al otro, aunque el otro ni lo necesite ni lo haya pedido. Y todos podemos recordar las atrocidades que se han cometido a lo largo de la Historia en nombre de la salvación de los demás.
Incluso es cuestionable el deseo de búsqueda de la verdad de la mayoría de las religiones: lo que todas desean es solemnizar sobre determinadas afirmaciones que convierten en dogmas y controlar a los creyentes y no creyentes a través de sus mandamientos y códigos morales. Es el poder ejercido no desde la política sino desde la esfera de lo religioso. Este mal lo sufre sobre todo Occidente, puesto que Oriente ha sabido siempre desarrollar un pensamiento más tolerante, no basado en el monoteísmo, aceptando que una cosa puede ser al mismo tiempo lo que es y su contrario.
Dios es peligroso, sobre todo en manos de los que tienen por santo oficio arengar sobre la intolerancia, hacer listas de pecados y prohibir. La caridad se ha perdido por el camino y, con ella, la mejor oportunidad para la paz.
"Los pensamientos son pájaros de colores que vienen y van a su antojo, volando al compás de su capricho. No se atan, se sufren; no se buscan, se improvisan"
Los pensamientos vienen a la cabeza arrastrados por hilos invisibles que no se recuerdan y, luego, se rompen y se van y dejan paso a otros hilos con otros pensamientos que no son llamados, al igual que los primeros. A veces se rebelan, impúdicos, mostrándose, en contra de nuestros propios deseos, sin control. Se imponen a nuestra voluntad y nos dirigen a pensar lo que ellos desean. Nos engañan, nos seducen, nos hacen creer que somos sus dueños, que nos pertenecen, que somos sus creadores y que, por la misma razón, podemos destruirlos cuando queramos con solo cerrar un instante los ojos o girar la mirada hacia otro lado al tiempo que exhalamos un suspiro. Pero no es así, sino todo lo contrario: ellos se adueñan de nuestra conciencia hasta invadirla por completo, habitan nuestra cabeza, enredados en las sinuosidades del cerebro, escondidos en los últimos rincones de la razón, disfrazados de la lógica y el sentido común, dispuestos a dirigir nuestras acciones hacia lo más conveniente, lo apropiado a cada momento y circunstancia, sin dar un paso atrás ni conceder lo más mínimo a la debilidad o la duda. Pensar.... produce tanto dolor pensar y pensar.
A Giorgiano
Decía Edgar Morin que si renunciamos a la complejidad corremos con seguridad hacia la tiranía. La realidad es compleja, mucho más compleja que un simple experimento físico o químico donde controlar tres o cuatro variables en un laboratorio nos asegura un resultado bastante fiable. La realidad social es extremadamente compleja precisamente porque intervienen miles de variables en cualquier situación. Negar esta condición y reducir la perspectiva a un solo factor, no solo simplifica hasta falsificar a la realidad, sino que nos conduce a una visión reduccionista de lo que nos rodea y provoca la adopción de soluciones, que más que soluciones, se convierten en nuevos problemas. Asusta ver y oir en algunos medios de información la simplicidad con que redactores, tertulianos y demás especímenes de las ondas tratan los asuntos y problemas cotidianos: desde un atentado hasta un desastre natural, el cambio climático o los supuestos peligros que acechan a la institución familiar. Asustan porque su opinión se pretende convertir en dogma de fe, porque en su opinión se limitan a exponer creencias sin argumentos, porque cuando acuden a algún sucedáneo de razonamiento lógico lo aplican negando la existencia de aquellas premisas y condiciones que no les interesan, porque simplifican la visión del problema para adaptarlo a la medida de sus soluciones, y no al revés. Las diversas fundaciones que los grupos neocons están organizando por medio mundo responden precisamente a ese objetivo de dar un barniz de caracter científico a algo que no es más que una manipulación interesada de la información. En la era de la información de la que hablaba Manuel Castells, el problema es el exceso de información junto con la manipulación de la misma por parte de los grupos mediático-político-empresariales que la controlan. La política se convierte así en el arte de la manipulación informativa en vez de aplicarse a la tarea de cambiar la realidad para mejorarla. Los fascismos de todo signo fueron solo el comienzo, con sus mensajes y consignas machaconamente repetidos y simplificados, de esta estrategia encaminada a tiranizar de forma sutil a las masas de ciudadanos embrutecidos por la publicidad, el consumo y la televisión, que se erigen como las modernas religiones de los nuevos tiempos, instrumentos del poder para ejercer el control sobre las masas.
Y es que pensar siempre puso nervioso a los poderosos. Y a eso se enseñaba, ya no, en la escuela.
Hablando con Mi Rival esta mañana y al hilo de un comentario suyo, me surgió la pregunta de cómo sería crecer sin haber conocido el concepto de dios. Porque el que más y el que menos, crea en lo crea, tiene un concepto de dios, basado en una cierta tradición cultural cuyas raíces filosóficas y religiosas no voy a detallar, y basado en una cierta tradición familiar más o menos fuerte. Luego, con los años y las vivencias, uno ha profundizado en sus creencias o se ha convertido en un ateo, o mantiene un sufrido agnosticismo. Puede que incluso, con el tiempo, uno se haya convertido. En cualquier caso, hemos nacido y hemos crecido con el concepto de dios siempre presente y nos hemos enfrentado racional y emocionalmente a él para bien o para mal. Es decir, somos lo que somos y pensamos como pensamos, entre otras muchas cosas (y resalto lo de entre otras muchas cosas porque indudablemente hemos crecido con mil factores más que nos han influido) gracias a nuestra personal forma de situarnos frente a la trascendencia. Tanto los que nos hemos convertido en unos ateos descreídos como los que conservan y acrecientan su fe a cada día que pasa, el concepto de dios (no confundir con dios) no nos ha sido indiferente.
Por eso me pregunto qué será crecer sin ese concepto. Para algunos eso habría supuesto haber crecido sin el miedo atroz a la culpa y al pecado; para otros, quizás habría supuesto crecer sin una fuerza impulsora que le inclinaba hacia el bien o la caridad; para otros habría supuesto un descanso, para otros un tormento. Sinceramente no me lo puedo ni imaginar, sobre todo porque hoy comprendo que en gran medida, mis valores, mi caracter, mi filosofía acerca de la vida, mi forma de mirar el mundo, son las que son gracias a que llevo toda mi vida luchando con ese concepto de dios. Aunque al final haya sido para llegar a la conclusión de que no existe. Pensar hoy que dios es solo un concepto y que éste es perfectamente prescindible es lo de menos. Lo importante es todo lo que ha hecho que me planteara y reflexionara, lo que me ha obligado a trabajarme y asumir. Es como el que ha ido a una guerra: haya vencido o haya sido derrotado, si ha sobrevivido para contarlo, seguro que no podrá decir que todo seguirá dentro de si mismo igual que antes. Su experiencia de la guerra lo habrá cambiado de forma inexorable. Aun así, nadie desea que haya una guerra (también es algo prescindible).
Si yo no hubiera tenido que hacer todo eso y vivirlo con una cierta profundidad, seguro, hoy no sería el que soy. Pero tampoco sé si sería mejor o peor. Qué lío.
Nos pasamos la vida sin entender gran cosa de lo que sucede fuera de nosotros y apenas nada de lo que sucede dentro de nosotros mismos. Sufrimos un revés, un pequeño o gran percance, se nos quiebra un proyecto o un matrimonio, se nos trunca una carrera, se nos muere un familiar o enfermamos y creemos que el mundo se debería haber detenido para contemplarnos. Pero no es así, el mundo sigue su curso como si tal cosa, en un absoluto desprecio por nuestra persona y todo lo que significa. Escuchamos las noticias, leemos los periódicos y creemos ingenuamente que todas esas desgracias que ocurren en cualquier lugar del mundo son la Vida, pero que va. La vida real es mucho peor que todo eso. La vida se expresa de otra manera, no en esos fragmentos aislados que somos los seres vivos (incluidas las personas). La vida se expresa en la totalidad, a lo grande, con toda su crudeza y su magnificencia. La vida es un instante que empezó hace millones de años sobre este planeta, que se encoje por momentos y se ensancha cuando le apetece, que declara una glaciación o una sequía, que extingue a una especie y crea a otra. Y observando eso desde lejos, seguramente podamos imaginar que hay alguien que se rie de nuestra poquedad e insignificancia. Algunos le llaman dios. Yo me acuerdo de él todas las noches, cuando le apago la luz a los peces del acuario antes de irme a acostar. También me rio porque pienso que ellos, los peces, deben pensar que yo soy su dios que les cuida y alimenta, que les da la luz y les cambia el agua. Lo que no saben es que el día menos pensado igual me da por tirarlos por el fregadero y me compro un perro.
Uno de los prejuicios más extendidos consiste en imponer a los demás una etiqueta referida a su identidad, una etiqueta unívoca y por tanto abstracta, irreal y equivocada. Aparentemente el objetivo que persique tan mayoritaria costumbre es la de entender el mundo que nos circunda y a las personas que nos rodean. Necesitamos ubicarlas y por eso las clasificamos, ordenamos, imponiéndoles una apariencia mentirosa y abolimos toda su compleja, rica y singular personalidad individual.
Las identidades colectivas no existen y poner una identidad-etiqueta a alguien es la mejor manera de des-conocerlo. Existieron esas identidades allá en la prehistoria de la humanidad, cuando el grupo vivía en un mundo lleno de misterio, incontrolado y peligroso. El individuo entonces era una parte más del grupo, del clan, que le protegía y le permitía sobrevivir. Pero gracias a nuestra inteligencia aplicada al progreso del género humano, nos hemos ido deshaciendo de esa carga de animalidad y nos hemos ido separando del clan y hemos ido afirmando nuestra propia singularidad, hecha de una identidad múltiple que no se agota en una nacionalidad, una profesión, un estado civil o una opción sexual determinada, sino que se compone de muchos ámbitos distintos, de facetas múltiples, de rasgos complejos y profundos. En ese momento, la identidad colectiva oculta más que muestra, ignora más que enseña, excluye más que suma y cercena más que ayuda a crecer.
Porque además, la identidad no es algo estático y eterno, sino cambiante, dinámico y fluido, que se transforma a lo largo de la vida. Y eso les pasa a todos los seres humanos, incluso a los que creen que solo son miembros de una nación, de una comunidad religiosa o de una raza, aunque les pese.
El hombre actual es un hombre desamparado, herido de soledad y perdido en el absurdo que él mismo se ha encargado de crear a su alrededor. Mató a Dios sin haber entendido a Nietsche, se refugió en el comunismo sin haber entendido a Marx. Entre las ruinas del cristianismo y el comunismo, buscó desesperado un algo donde agarrarse porque Sartre le había dicho que su destino era el absoluto, y encontró el consumismo. Las catedrales e iglesias han sido sustituidas por los nuevos templos del consumo, consolador instantáneo y fugaz para un hombre que todo lo quiere aquí y ahora. Incapaz de soportar la frustración de no alcanzarla, ha renunciado a la verdad al amparo del relativismo postmodernista. Incapaz de amar más allá de su propio ombligo, se ha refugiado en un sexo basado exclusivamernte en la genitalidad. Rechaza la Belleza y la estética-ética del Bien y así retroalimenta su visión negativa del Mundo. Alza sus manos hacia los nuevos valores definidos desde el poder: triunfo, ambición, riqueza, fama, y cuando descubre que son ídolos falsos, becerros de oro con el holograma de visa, ya no sabe qué hacer. Está vacío e insatisfecho. Se siente frustrado pero ahora sin saber hacia dónde dirigir la rabia. Ya ni siquiera le queda el placer, pues se ha encargado de matarlo por el camino. Solo le queda la tecnología, futura creadora de su propio sustituto mecánico perfecto.
Todos los momentos importantes y decisivos de la vida tienen una característica en común: en ellos se suelen reunir de forma diáfana los contrarios. El insulto o la bofetada de alguien a quien hemos hecho daño nos duele y nos tranquiliza a la vez, porque nos devuelve el daño infringido; el matrimonio nos libera pero al mismo tiempo nos ata; los hijos nos dan una felicidad que no tiene igual, pero nos quitan el sueño casi en la misma medida.
Hasta la fealdad se desnuda y descubre su belleza cuando la toca el amor: Lo malo es que al amor le suele seguir el desamor, que siempre deja cicatrices.
El exceso suele acompañarse de la ausencia y la debilidad; todo miedo oculta un deseo y hasta la alegría se puede acompañar de lágrimas.
Entender esa dualidad que forma la esencia de todo nos puede llevar la vida, que, por cierto, es la mayor causa de muerte que existe.
Si estuviésemos dispuestos a callar alguna vez quizás las cosas podrían hablarnos. Resulta imposible escuchar nada cuando todo a nuestro alrededor es ruido. Pero aún resulta más triste no poder escuchar nuestro propio sentir, nuestro propio verdadero pensamiento, cuando el ruido está dentro de uno mismo. Somos nosotros quienes permitimos al ruido ocupar todo el espacio, aunque nos quejemos de que nadie nos escucha o de que nadie nos habla. Escuchar al silencio es nuestra tarea.
Tras mucho insistir a lo largo de los dos últimos años, por fin he logrado (eso creo) convencer a MI RIVAL de que se encargue de una nueva sección que va a pasar a formar parte de este Viaje de la Vida.
Todavía no sé cómo la bautizará, pero cumplirá una función, desde mi punto de vista, muy necesaria y complementaria de la que ya venía humildemente desarrollando este blog: la de servir de punto de encuentro y reflexión sobre los temas más variados, con un enfoque multidisciplinar, entre filosófico y ético, siempre humanista, pero sobre todo aportando su experiencia y sabiduría que no es poca.
La idea no sólo es que él plantee temas de reflexión, sino que vosotros le planteéis dilemas y cuestiones, consultas que requieran un análisis y orientación profundos. Será algo así como un consultorio filosófico como los que están empezando a abundar en algunos países del ámbito europeo y que hacen una sana competencia a otro tipo de consultorios orientados exclusivamente por la psicología o la religión.
Ocupará un día fijo de la semana aunque aún no hemos decidido cuál.
Espero que le animéis y que el proyecto obtenga vuestro apoyo y beneplácito.
Basta darse una vuelta por cualquier quiosco de prensa y echar una ojeada a las portadas de la mayor parte de revistas en venta para captar cuál es la mayor demanda de los lectores del siglo XXI: la búsqueda de lo cool (una palabra, por cierto, a la que nadie le encuentra una traducción lógica y aceptable: "fresco", "tranquilo", "glamouroso", "de moda", "estiloso", o cosas similares). Cada una de esas revistas tiene sin duda una sección donde analiza las tendencias (in / out, caliente/frío, sube/baja) a la hora de estar a la última y que los demás te identifiquen como una persona cool.
El valor de lo cool, en cualquier caso, es un valor siempre de algo en comparación con otro algo, es decir, si hay personas cool es porque los demás (la inmensa mayoría) no lo son. Por tanto, lo importante para ser cool, no es tanto lo que uno sea sino lo que no son los demás. Es lo que Jeff Rice llama "la defensa universal de la individualidad".
El gran drama del sujeto que haya alcanzado la categoría de cool es que para mantenerse en esa posición debe estar muy atento, haciendo un enorme y continuo esfuerzo, para que las masas, que siempre le están pisando los talones, no le alcancen. A saber: si resulta cool llevar determinada marca de zapatillas combinada con un traje de chaqueta de corte moderno, en cuanto esa moda se extiende a un número crítico de personas, deja de ser cool porque todo el mundo lo lleva. Realmente, lo que a la persona cool le interesa no es su identidad sino su distinción. Pero la distinción no se consigue siendo diferente de los demás por las buenas, sino que además necesita que se le identifique como miembro del club de la exclusividad. Vestir con cuadros escoceses fue el signo de distinción de la clase alta hasta que cualquiera en mitad de la calle pudo comprar cualquier producto de cuadros escoceses falsos a muy bajo precio.
Así que cuando veo esos especiales que lanzan algunos periódicos dirigidos a un público joven, urbanita y moderno, me entra la risa, porque su pretensión es convertirse en las páginas amarillas de la gente cool, cuando realmente están vendiendo la penúltima tendencia a las masas. Amigos, ser cool exige demasiado esfuerzo para algo que nadie ha demostrado que valga la pena, así que me desengancho de algo a lo que nunca estuve enganchado. ¡¡¡Jesús, qué relax!!!!
Patágoras y Kallistus, maestro y discípulo, se hallaban no muy lejos del acantilado de Samos, caminando lentamente y charlando sobre algunas cuestiones filosóficas. La fresca brisa marina llenaba el aire vespertino con las fragancias de la costa. Tal y como solía hacer, Kallistus aprovechó una pausa en el paseo para formular sus dudas.
- Maestro...
- Dime Kallistus - contestó Patágoras, mientras contemplaba el horizonte.
- ¿Por qué los filósofos siempre hablan acerca de que hay que elegir el camino más duro?
Patágoras miró a su discipulo como quien está valorando si el pescado es lo suficientemente fresco. Luego esbozó una sonrisa socrática.
- ¿Por qué crees tú que lo decimos? - preguntó, mientras reanudaba la marcha.
- Bueno... quizá porque la dureza del camino fortalece el espíritu... porque en la senda más fácil no hay nada que estimule la inteligencia... o tal vez porque el camino más difícil sea el que otorga luego más recompensas - aventuró Kallistus, rascándose la cabeza.
- Muy buenas ideas, pero el consejo filosófico no surgió por esos motivos, sino por otro bastante más concreto - comentó Patágoras, sin borrar del rostro su sonrisilla.
- ¿Y cuál es, maestro? - preguntó el joven.
- La senda fácil es aquella en la cual resulta más frecuente encontrar bestias y bandidos - contestó Patágoras.
Kallistus se quedó perplejo mientras su maestro se alejaba hacia la ciudad. Luego, él también reanudó la marcha, con un atisbo de iluminación surcando su rostro imberbe.
Autor: Fabrizio Ferri Benedetti
Lo que se piensa siempre es distinto de lo que se vive, decía hace unos días el filósofo Rüdiger Safranski. Sin llegar a ese extremo, sí es cierto que continuamente se están produciendo disonancias en nuestras vidas, entre lo que pensamos, deseamos, planificamos, diseñamos, acordamos, y lo que realmente termina ocurriendo. Nos creemos dueños de nosotros mismos y de nuestras vidas y resulta que hasta el más simple acontecimiento puede trastocar cualquiera de nuestros planes; nos creemos atiborrados de coherencia y con ánimos para criticar a cualquiera que se muestre públicamente incoherente en sus palabras o actos, cuando a la más mínima ocasión perdemos el norte de nuestros pensamientos o sentimientos, bien por culpabilidad, bien por cobardía, por comodidad o por pura hipocresía, cuando no por simple ignorancia.
Las librerías están llenas de libros de autoayuda escritos por exitosos terapeutas o por personajes de oscuro origen y más oscuro curriculum. Todos proponen mil y un diseños de personalidad que de llevarlos a cabo nos conducirían directamente al éxito familiar, profesional y personal. Los compran miles de personas. A estas alturas el mundo debería ser ya ese paraíso prometido lleno de personas felices y realizadas. Pero cuando miramos a nuestro alrededor no vemos nada de eso. Tampoco cuando miramos hacia dentro de nosotros mismos, porque se nos olvida lo más importante: vivir. Simplemente vivir, con la sabiduría del campesino que mira al cielo y sabe cuando puede esperar que llueva y cuando no lloverá, aceptando los acontecimientos y cambios, aceptando que todo tiene su ritmo, como las cosechas. Vivir haciendo de nuestra vida una obra de arte. De la vida entera y completa, no de una o dos parcelas de la misma (trabajo, pareja, amigos, familia, hijos...). Debemos ser nuestros propios diseñadores, creadores de nuestra vida que no perdemos el control sobre nuestra creación, sino que la vamos adaptando, perfilando, a medida que caminamos. Tenemos que conquistar el poder sobre nosotros mismos, manejando nuestras propias fantasías y miedos, nuestras necesidades básicas como personas, jugando con todo lo que somos sin depender de influencias externas. Como decía Nietsche, debemos ser soberanos de nosotros mismos.
Cuando el cuerpo entero está sano y en forma, salvo una pequeña herida insignificante o una pequeña parte que nos duele, toda nuestra atención se centra en esa zona olvidándose del bienestar del resto. Algo similar sucede cuando toda nuestra vida transcurre de forma plácida y agradable, salvo un pequeño asunto que no sucede según nuestra intención. Fijamos nuestra atención en este asunto olvidándonos de la buena marcha de todo lo demás.
Así, sería de valorar más en la vida el evitar esos pequeños inconvenientes que el buscar los placeres y cosas agradables de la misma. Evitar los males que constituyen la vida es más prudente que perseguir el placer. Como decía Voltaire: Le bonheur n’est qu’un rève, et la douleur est réelle (La dicha es sólo un sueño, lo único real es el dolor). No deberíamos hacer cuenta de las alegrías de que hayamos disfrutado, sino de los males que no hayamos padecido. En consecuencia, el destino más dichoso será el de quien pase la vida sin sufrir grandes dolores, ni físicos ni espirituales, y no el de aquel que participa de los placeres y alegrías más intensos. Uno gana siempre cuando sacrifica placeres a fin de evitarse sufrimientos.
Venimos a la vida con anhelos de gozo y felicidad y con la necia esperanza de satisfacerlos, pero, por lo general, pronto aparece el azar, nos golpea con rudeza y nos enseña que nada es nuestro, sino suyo: nuestros hijos, nuestras posesiones, nuestro trabajo, nuestra salud, nuestra pareja, nuestra familia. La experiencia nos enseña tarde o temprano que el placer es sólo un espejismo en la distancia que desaparece al acercarnos mientras que el dolor no necesita espejos ni símbolos para re-presentarse. En resumidas cuentas, para no acabar siendo realmente desdichado, el mejor camino es el de no pretender ser muy dichoso. Como contaba Merck a su amigo Goethe: "La ruin pretensión de la felicidad, sobre todo de tanta como soñamos, corrompe todo en este mundo. Quien puede librarse de ella y no desea otra cosa que lo que tiene enfrente, puede salir adelante".
Nota: hoy me he levantado con un pie en Aristóteles y otro en Shopenhauer, y con la cabeza en Horacio, mi viejo maestro.
Los seres humanos somos seres definidos por la muerte, como bien se encargan de recordarnos todas las grandes religiones sin excepción. Todo lo que hacemos lo hacemos contra la inmensa oscuridad que nos aguarda al final del camino: amar, parir, crear, trabajar, divertirse, conquistar imperios, soñar.
Vivimos contra el propio sentido de la inercia, que tiende hacia la nada. La nada de la muerte es nuestro todo. Mientras nos encaminamos de forma inexorable hacia ella, vivimos y gozamos cada segundo como un milagro que se repite. Nuestra vida es un momento de luz entre una eternidad de nada. Unos aceptan mejor que otros la tremenda herida de la muerte, pero a todos nos llega. Y siempre antes de tiempo.
La única salida es aprender la lección del dolor y hacer consciente nuestra existencia, por fugaz o transitoria que sea. Vivir, y amar, es combatir. La vida es lucha. Y hay muchas cosas por las que merece luchar.
"Sé libre y examina las cosas como Hombre, como ser humano, como miembro de la comunidad, como quien debe morir. Y entre los principios que tendrás a mano y que seguirás, pon estos dos: primero, que las cosas no afectan al alma, están fuera, inmóviles; los problemas sólo nacen de la opinión interior; segundo, que todo lo que ves cambiará enseguida y no existirá. Piensa en las cosas que ya has visto transformarse. El mundo es sólo cambio y opinión".
Demócrito
"Frente a la muerte todos los hombres habitamos una ciudad sin murallas"
Epicuro
PD: En esto ando. Espero que os sirva y lo reflexionéis. Desde el otro lado del cristal...
Imperio y Multitud son respectivamente los títulos de los dos libros que han publicado recientemente y de manera conjunta Antonio Negri y Michael Hardt. Sus trabajos siempre han pretendido dar forma teórica al movimiento alter-globalizador al tiempo que ofrecían un profundo análisis de la política (Imperio) y la sociedad (Multitud) que nos ha tocado vivir en este inicio del siglo XXI.
Una buena y extensa crítica del primero de sus libros la hizo Miguel Manzanera Salavert y a ella me remito. En ese libro realizan un análisis de la nueva forma de soberanía global que supera las deficiencias del Estado-Nación, cuya crisis ya se encargó de señalar Manuel Castells en su trilogía de La Era de la Información. El segundo libro viene a rellenar el hueco que faltaba en el primero, al tratar sobre los aspectos sociales y la emergencia de un grupo social global al que ellos ponen el nombre de "multitud".
Ambos representan un intento de análisis marxista de la realidad actual, pero con una visión marxista renovada, una vez superado el postmodernismo aunque beban de algunas de sus mejores fuentes (Foucault).
En resumen, ellos defienden la idea de que no existe ya una clase proletaria (clase obrera industrial) sino que en su lugar aparece un nuevo modelo de trabajador que no sólo produce bienes materiales, sino también informacionales (según terminología de Castells); así ya no existen silenciosas masas oprimidas sino una multitud capaz de forjar una alternativa democrática. El enemigo de esa multitud habría que buscarlo en las guerras que asfixian la vida social, en la corrupción de las instituciones, en la ineficacia de los partidos y sindicatos y en la propia división de los trabajadores. Como alternativa proponen una toma de conciencia basada en movimientos de resistencia a la no-verdad que provoquen un movimiento de auto-organización de la multitud. Las nuevas tecnologías de la comunicación estarían a disposición de esa nueva tarea.
Como ejemplos recientes y sin salir de nuestro país, bastaría señalar la oposición ciudadana a la participación de España en la guerra de Irak, la reacción del electorado ante la manipulación informativa del gobierno en los atentados del 11-M o el famoso "pásalo" que recorrió los móviles de media España, la protesta de los vecinos del barrio del Carmell ante unos políticos que se acusan de cobro de comisiones o el discurso que, en representación de las víctimas del atentado de marzo, hizo su presidenta ante la comisión parlamentaria que lo investigaba. Algo se podría estar cociendo, ¿no os parece?
Se esta discutiendo sobre el tema de la necesidad de establecer un código ético en la blogosfera o si, por el contrario, se debe mantener la absoluta libertad del medio (aquí os pongo algunas referencias con distintas opiniones para seguir la discusión: e-cuaderno , Sonia Blanco , Escolar-net, Alvaro Ramírez Ospina).
Para mí, se está confundiendo todo y se mezclan churras con merinas. Nadie puede obligar a nadie a que cuando publica en su blog lo último que se le haya ocurrido no se invente completamente una historia, cite o no a otros autores, sea verídico y fiel a lo ocurrido, o mienta como un bellaco. Todo ello entra en el terreno de la ética personal.
La ética personal no se abandona cuando uno va al baño, cuando uno conduce, cuando trabaja o cuando escribe un blog. El blog es algo tan personal como escribir un diario (y a nadie se le pide que sea sincero en su diario, salvo su propia conciencia). La libertad es eso.
Los medios de comunicación y los profesionales del periodismo ya tienen su espacio, no quieran ahora también invadir el de todos, salvo si es para hacer lo de todos. Las bitácoras son un espacio de libertad y un nuevo y democrático medio de comunicación al alcance de todos. El día que nos sometamos a los profesionales habremos perdido nuestro principal aliado: la absoluta libertad y nuestra cercanía a la realidad espontánea, sin filtros de política empresarial, audiencias o competencias. Los periodistas tienen un código deontológico que les obliga a informar y a decir la verdad (quépocos lo cumplen y de qué poco les sirve a la gran mayoría).
Yo personalmente, procuro citar mis fuentes de información, cuando utilizo la idea que he leído en otro blog, pido permiso a su autor y le cito en mis post, exactamente lo mismo hago con las imágenes. El resto es cosa mía, de mi conciencia y de mis lectores que son los que pueden opinar y juzgar si lo que publico les agrada o no, les entretiene, les hace pensar o simplemente les informa. O todo lo contrario.
Leyendo esta mañana el blog de Magda, me puse a reflexionar sobre el tema de la mirada para hacerle un comentario que reproduzco ahora aquí algo ampliado. Le decía que “mirar” es algo que se debe aprender. No solo vemos con los ojos, sino que vemos también con el alma. No solo vemos lo que vemos, sino que vamos más allá del objeto, de la imagen, para adentrarnos en un mundo, ficticio o real, imaginado casi siempre, donde nuestra experiencia, nuestra formación o nuestra cultura nos llevan. Pero además, vemos según lo que ya llevamos visto, es decir, las imágenes pasadas nos influyen y contaminan para ver las imágenes del presente y el futuro. Nuestra mirada, por desgracia, no está limpia y no es totalmente libre. Por eso quizás nos llama la atención la mirada de un niño, porque aún no se ha ensuciado con los millones de imágenes que bombardean nuestras retinas a diario. Un niño de unos 10 años, ha visto ya más imágenes que un abuelo de 80 años en toda su vida. La tecnología nos permite hoy retener y reproducir, almacenar y visualizar millones de imágenes en distintos formatos, pero al mismo tiempo, nos contamina la visión con su incansable flujo.
Tenemos que aprender a mirar así como tenemos que aprender otras tantas cosas importantes en la vida de cualquier persona: aprender a amar, a escuchar, a esperar… Mirar, no es simplemente ver. Mirar es ir hasta el fondo y penetrar en la esencia de lo contemplado, para su aprehensión por los ojos y el cerebro, el espíritu y el ser completo.
Mirar es vivir toda la vida que se encierra en una imagen… y escuchar su música.
Vivimos alienados. Vivimos como si la vida fuese un mero trámite, como si ya desde nada más asomar la cabeza a este mundo estuviéramos cansados de vivir. Vivimos eliminando las cosas que hemos vivido y contando ansiosamente las que nos quedan por vivir, mientras se nos escapa la vida entre los dedos como granos de fina arena. Vivimos sin vivir, llenos de nostalgia por vivir.
Vivimos sin ganas, en una cultura que lo máximo que nos ofrece es el banquete del consumo: consumimos relaciones, tiempo, experiencias, cosas, con la sensación de que hace mucho tiempo que hemos dejado de aspirar a la grandeza de la vida. Nos hemos conformado con una miseria en vez de todo lo que la vida promete. Nos hemos puesto del lado de las cosas en vez del lado de la vida.
Vivimos inmersos en el ruido de los acontecimientos. Hemos perdido el silencio, que no es otra cosa que la capacidad de escuchar el latido y el pulso de la vida desnuda. Porque solo cuando escuchamos el silencio es cuando comienza a andar nuestra capacidad de decir las cosas y nos hacemos dueños de nuestro lenguaje. Hablar, pero de cosas importantes, que son realmente cuatro cosas: si nos han querido, si hemos amado, la muerte y poco más. Esa es la desnudez de la vida, una desnudez que no vende en el mercado de la vida que nos han vendido. Y ese es nuestro deber, ampliar el espacio entre las reglas para permitir que aflore de nuevo la vida creativa.
El concepto aparece por primera vez en la trilogía La Era de la Información, del profesor Manuel Castells, publicada en España en 2001. Se refiere a un sistema dentro del paradigma informacional, en el que la propia realidad (es decir, la existencia material y simbólica de las personas) está plenamente inmersa en un escenario de imágenes virtuales, en un mundo de representación, en el que los símbolos no son sólo metáforas, sino que constituyen la experiencia real. Por ejemplo, Odyseo es tan real como yo mismo, aunque solo exista en la blogosfera y se exprese a través de sus blogs; Odyseo vive en el espacio de los flujos y el tiempo atemporal. No tiene ubicación definida ni caducidad. Y Odyseo soy yo y yo soy Odyseo. Eso es la virtualidad real y es tan real que es la realidad misma porque es dentro de la estructura de estos sistemas simbólicos atemporales y sin lugar (u-thopos) donde construimos las categorías y evocamos las imágenes que determinan nuestra conducta, nutren nuestros sueños y alimentan nuestras pesadillas.
Odyseo forma parte de una red de experiencias (mis lectores-leídos habituales) que construye una cultura de la virtualidad. Una realidad virtual que vale no solo por su valor sino por nuestro modo de apreciarla. Esa realidad virtual ha existido siempre en forma de imagos, imaginarios, sistemas simbólicos, pero ahora ha generado otra realidad que va más allá (virtualidad real en palabras de Castells, hiperrealidad en palabras de Baudrillard) y en la que flotamos progresivamente.
Hace 150 años ni existía la fotografía, ni la radio ni el teléfono, ni, por supuesto, la televisión, el video, el ordenador o Internet. Esa tecnología ha desplegado entre nosotros y la realidad un nuevo plano existencial, blando y vacilante, de referencias traslúcidas y efectos especiales, algo desorientador aún, más frágil y casi ficticio.
Recuerdo que hace años, cuando se empezó a emitir una serie que enseguida consiguió el beneplácito de la audiencia, Farmacia de Guardia, la Iglesia protestó porque según ella en aquella serie se daba una visión sesgada y falsa del divorcio. Resulta que la pareja protagonista estaban divorciados y compartían amigablemente la tarea de educar y criar a sus hijos. Recuerdo que en uno de los episodios, los personajes ridiculizaron tal postura de la Iglesia y la audiencia subió. ¿Quién ridiculizó a quién? ¿En qué espacio, en el real o en el virtual? ¿Todavía alguien duda de la respuesta?
"Soy hombre y nada de lo humano me es ajeno" decía Terencio. La búsqueda del hombre universal ha sido la preocupación de filósofos, sabios, científicos creadores y pensadores de todos los tiempos.
En el último siglo hemos ido asistiendo al derrumbe de muchas de las barreras ficticias o reales que han dividido a la humanidad en comunidades separadas. Sin embargo, la ilusión de un regreso a la universalidad intelectual y comunidad de destino de la humanidad ha quedado por ahora relegada al olvido. El gran objetivo de conciliar la universalidad de los valores y derechos con la diversidad de las culturas es una utopía a día de hoy.
No vivimos en una tierra-patria para ciudadanos del mundo. No hemos asistido al fin de los nacionalismos ni de la lucha de clases, ni de las ideologías ni de las religiones.
Ahora sabemos, como dice Jean Daniel, que el retroceso de los imperios supone el avance de las etnias; sabemos que las religiones pueden funcionar como ideologías que sustentan cualquier tipo de acción política o terrorista; y sabemos que los extravíos integristas son tan sencillos como seguir la ruta del hambre.
El bárbaro comienzo del siglo XXI tiene descolocado al hombre moderno, en un vaivén continuo entre el la unicidad y la multiplicidad, el desarraigo y el arraigo, la afirmación de la diferencia y la nostalgia de lo semejante. Y lo semejante es que cuando la sangre se derrama siempre es de color rojo, y su visión en todas partes es insoportable.
Por eso, quizás solo por eso, yo prefiero defender lo que tenemos en común más que resaltar lo que nos diferencia.
"El acto de pecar es mucho menos nocivo que el deseo y la idea de hacerlo. Una cosa es condescender con el cuerpo en un placentero acto momentáneo y otra cosa muy distinta que la mente y el corazón lo estén rumiando constantemente"
Abu Hassan Bushanja, místico musulmán.
Cuando oigo a algunas personas que se sienten muy religiosas y cumplidoras de sus obligaciones morales hablar continuamente sobre los supuestos pecados y faltas de los demás, no puedo menos que sospechar que esa fijación les proporciona más placer a ellos que el pecado al pecador.
Dentro de ese grupo, hay además un cierto número de personas que sienten placer ante la mortificación que les supone sentirse cada vez más solos en esta sociedad podrida, sentirse criticados por lo que ellos denominan una actitud valiente y firme, cuando no deja de ser una simple obsesión y fijación mental.
Para mí son evidentes signos de paranoia asociada a síntomas de claro masoquismo, pero ellos lo llaman fe.
Que cada uno disfrute como quiera. Las posibilidades de placer son casi infinitas.
Siguiendo la línea argumental del post anterior y con ánimo de hacer reflexionar:
¿Cuál es tu palabra preferida?
¿Cuál es la primera palabra que limpiarías?
Limpiar las palabras, recuperar su esencia, sus significados perdidos, volver a revisar los viejos conceptos, mirar detrás de la apariencia... Hace unos días, en la Biblioteca Nacional se celebraba un encuentro con motivo de la II Mostra Portuguesa en la que participaron, entre otros, Luis García Montero y José Saramago. Ambos coincidían en la necesidad de limpiar las palabras.
Palabras como responsabilidad, justicia, en una sociedad que tiene doblado el cuello de tanto mirar para otro lado; palabras como referencia moral, ley, lealtad, coherencia, democracia, ciudadanía, en un mundo cuyos ojos están velados por el pañuelo de la televisión y el consumo.
No hemos venido a este mundo simplemente para tener coche. Solo la palabra nos puede sacar de la cárcel dorada en que nos hemos recluido voluntariamente. La palabra es un arma de doble filo, pues de ella se sirven para engañarnos con promesas fáciles y biensonantes, adaptando su sibilino silbido a nuestros deseosos oídos de torpe humano vanidoso y terreno; pero también la palabra es el arma con la que podemos revolucionar la vida y despojarnos del traje carcelario que nos impone la moda al uso.
Recuperar el valor real de las palabras es conquistar la realidad y allí reside nuestra libertad esperando a que la reconquistemos. La palabra es nuestro mayor conjuro contra la muerte dulce de los aletargados, alienados, dormidos, en una vida de continua huída sin salir de la jaula. La palabra es la llave que abre nuestra celda y dobla los barrotes, la palabra verdadera, la que realmente significa algo para nosotros y para el otro, la nuestra.
Recuperar la voz y la palabra que reclamaba el poeta y que hemos perdido en algún lugar impreciso de nuestra vida, en la cuneta de nuestra memoria. Podéis intentarlo con la palabra amor y seguir con la palabra compasión, humanidad, valor, libertad, responsabilidad, justicia, diálogo, convivencia, tolerancia, miedo, ignorancia.... Al final habremos limpiado la palabra verdad y la habremos hecho nuestra.
Ahora que se avecina la primera Conferencia de Presidentes Autonómicos, ahora que la selección catalana de hockey ha ganado un campeonato, ahora que algunos se sienten invadidos por extranjeros que supuestamente ponen en peligro la cultura de su pequeño rancho....ahora y desde hace muchos años, se oye hablar mucho de raíces en nuestra península.
Raíces e historia, se funden en común interés a mayor gloria de esos políticos, pequeños imanes de caserío y boina, que pretenden hacernos creer que tenemos más raíces que el árbol de Guernica o que los peñascos de Monserrat.
El hombre no es producto de la tierra, como las plantas, ni de unas coordenadas atemporales. La aspiración de nuestros políticos de mira corta e inteligencia estrecha, es que creamos que nuestras identidades son fijas, como esencias perennes.. puros etnocentrismos inmutables. Les gustaría vernos atados a la tierra como los siervos de la gleba, sujetos a sus dictados megalómanos y etnocéntricos, racistas en muchos casos, pueblerinos siempre.
El hombre no es un árbol y carece de raíces. Tiene pies y camina. Y esto, con ser tan obvio, parece que se nos olvida. Somos fruto del cambio, del peregrinar continuo de un sitio a otro, de la mezcla de grupos y culturas a lo largo de miles de años, a pie, sin guía ni brújula, ni bandera. Impulsados por un instinto de vida y de libertad, caminando por las autopistas del viento. Podemos arraigar donde queramos y el tiempo que deseemos, pero abandonar ese sitio cuando nos apetezca sin que nuestra identidad se resienta.
No nos empequeñezcamos ni construyamos nuestras vidas contra nadie ni frente a los demás, a base de ladrillos y ladrillos de diferencias y supuestas superioridades genéticas.
La vida del hombre, aunque no se mueva, es una continua rotación. El mundo es heterogéneo y mutante, cada vez más. Los que no se muevan serán barridos por la inercia de la vida y de la historia.
¿Qué hacer con el cuerpo cuando la mente ya lo ha abandonado? Cuando veo a las personas enfermas de Alzheimer siempre me hago esta pregunta; cuando estoy en el hospital y miro a mi alrededor y veo a los enfermos crónicos, apenas conscientes en sus camas, absolutamente dependientes del personal sanitario y de los familiares para realizar las más elementales tareas diarias de supervivencia física, me cuestiono si realmente esas personas siguen siendo las personas que sus amigos, sus hijos y esposos han conocido y con las que han convivido una serie de años. Las Unidades de Cuidados Intensivos están llenas de cuerpos, trozos de carne herida, enchufados a numerosos aparatos de control y ayuda; su personal se mueve con mecánica precisión entre ellos, auscultando y analizando, vigilantes de cualquier pitido, pero ausentes de cualquier sentido de cercanía psicológica y espiritual a esos fragmentos de vida depositados sobre las camas.
No te reconocen, no conocen ni su propio nombre, no recuerdan ni saben dónde están ni por qué. Viven un extraño limbo, perdidos en los entresijos de sus propios cerebros, sin equipaje de conciencia alguno. Sus mentes se han perdido o se han dispersado en un universo extraño que deja abandonado el cuerpo como el que arroja el envoltorio de una chocolatina a la papelera. Son cuerpos vacíos, donde la vida late gracias a una máquina o a una inercia absolutamente innecesaria.
Viven, sí, pero ni siquiera eso saben, suspendidos en el vértice de la ausencia.
La diversidad es una moda intelectual, recurrente como las plagas, universal y parece que inevitable. Lo políticamente correcto señala que en todo forum que se precie, en cualquier evento cultural, artístico, político o deportivo, se debe defender la diversidad. Si uno no defiende tal diversidad es tachado rápidamente de xenófobo, racista, o algo peor, de derechas, fascista y ultramontano. La moda obliga a celebrar la diversidad como una riqueza que debe ser protegida y potenciada.
A nadie en su sano juicio se le ocurre negar que la diversidad existe: los modos culturales, la posición social, la apariencia física, los usos lingüísticos, las creencias, son claramente diversas. Nadie más sensible a la diversidad que un racista, al que le basta una mínima diferencia en el tono y color de la piel para negarles a los otros el derecho de ciudadanía o la pertenencia de pleno derecho a la especie humana.
Sin embargo, durante los últimos siglos, la gran batalla del pensamiento ha consistido en reivindicar la igualdad fundamental de los seres humanos más allá de sus diferencias de epidermis, genealógicas, de sexo, de creencias o de costumbres. El planteamiento es bien sencillo: la diversidad es un hecho, la igualdad un derecho, por tanto una conquista. Los mayores logros revolucionarios han ido por la senda de la igualdad de derechos, la igualdad de sexos, la eliminación de discriminaciones o limitaciones. Así hasta conseguir el derecho a ser diferentes, a la diversidad. La diversidad es una riqueza siempre que dicha diversidad respete el derecho de igualdad fundamental. Un musulmán tiene derecho a serlo, pero no tiene derecho a discriminar a las mujeres, por mucha tradición religiosa que le ampare aparentemente y por mucha diversidad cultural que quiera abanderar.
Porque la verdadera riqueza humana es nuestra semejanza fundamental. Es lo que tenemos en común lo que nos permite entendernos, más allá de folklores patrios e idiomas varios. Es nuestra semejanza fundamental la que me obliga a buscar lo común entre nosotros, colaborar en empresas comunes, convivir en un marco de leyes que nos cobije por igual de las injusticias y abusos, y remediar los males que afectan a los seres humanos en todas partes del planeta.
Como decía Bertrand Rusell: Recuerda tu humanidad y olvida todo lo demás".
"Tras muchos años de esfuerzos, un inventor descubrió el arte de hacer fuego. Tomó consigo sus instrumentos y se fue a las nevadas regiones del norte, donde inició a una tribu en el mencionado arte y en sus ventajas. La gente quedó tan encantada con semejante novedad que ni siquiera se les ocurrió dar las gracias al inventor, el cual desapareció de allí un buen día sin que nadie se percatara. Como era uno de esos seres de grandeza de ánimo no deseaba ser recordado ni que le rindieran honores; lo único que buscaba era la satisfacción de saber que alguien se había beneficiado de su descubrimiento.
La siguiente tribu a la que llegó se mostró tan deseosa de aprender como la primera. Pero sus sacerdotes, celosos de la influencia de aquel extraño, lo asesinaron y, para acallar cualquier sospecha, entronizaron un retrato del Gran Inventor en el altar mayor del templo, creando una liturgia para honrar su nombre y mantener viva su memoria y teniendo gran cuidado de que no se alterara ni omitiera una sóla rúbrica de la mencionada liturgia. Los instrumentos para hacer fuego fueron cuidadosamente guardados en un cofre y se hizo correr el rumor de que curaban sus dolencias a todo aquel que pusiera sus manos sobre ellos con fe.
El propio Sumo Sacerdote se encargó de escribir una Vida del Inventor, la cual se convirtió en el libro sagrado, que presentaba su amorosa bondad como un ejemplo a imitar por todos, encomiaba sus gloriosas obras y hacía de su naturaleza sobrehumana un artículo de fe.
Los sacerdotes se aseguraban de que aquel libro fuera transmitido a las generaciones futuras, mientras ellos se reservaban el poder de interpretar el sentido de sus palabras y el significado de su sagrada vida y muerte, castigando inexorablemente con la muerte o la excomunión a cualquiera que se desviara de la doctrina por ellos establecida. Y la gente, atrapada de lleno en toda una red de deberes religiosos, olvidó por completo el arte de hacer fuego."
A. de Mello
El título no es mío, sino de mi admirado Jon Sobrino, jesuita y miembro activo de la corriente que promueve la Teología de la Liberación. También dice que la pobreza es la "macroblasfemia de nuestro tiempo", quizás por eso él siempre ha estado de parte de los pobres, mientras el resto de su iglesia se dedicaba a bautizar y casar a los hijos de los ricos.
En una entrevista reciente, Ernesto Cardenal, explicaba su visión acerca de las dos iglesias: por un lado estaba la Iglesia de Pedro, que niega a Cristo, que se alía con el poder desde los tiempos del emperador Constantino, es decir, la de los ricos, la del Vaticano; y por otro lado, está la iglesia de los perseguidos, de las Catacumbas, la del pueblo, la que está con Cristo y su mensaje. Yo añadiría que en medio están los teólogos, intentando aclararse, y los espiritualistas, que viven en otro mundo.
Lo cierto es que Dios ha fracasado cuando tres futbolistas del Real Madrid ganan en un año más dinero que el de los presupuestos de una ciudad como El Salvador; o mientras hay una parte de las iglesias cristianas, por ejemplo la de Bush y los puritanos, que cree que Dios les ha elegido para salvar al mundo y que ellos son los buenos y que los ricos van al cielo.
Lo cual es falso porque en este país ya sabemos que los ricos no creen en Dios porque creen en la vieja historia del camello y la aguja. No les importa demasiado. Dios fue un invento suyo para mantener a los demás felices en su pobreza. Dios se ha encarnado en el neoliberalismo, el Opus Dei y los Kikos. Su Iglesia está muriendo de muerte natural, si vemos como natural el suicidio que tanto critican.
Bastarían 13.000 millones de dólares para dar de comer y atender sanitariamente a toda la población mundial que ahora mismo pasa hambre, sin embargo los habitantes del primer mundo preferimos gastarnos 17.000 millones de dólares anuales en alimento para mascotas domésticas.
El hombre es el fracaso de Dios.
Decía hace poco el maestro Lledó que los males de nuestro tiempo son la ignorancia, la miseria y la corrupción, y lo más temible, que nos instalemos en la mentira con la misma naturalidad con la que nuestros pulmones se acostumbran al aire.
Porque cada vez es más cierto que tenemos arte para no morir de la verdad, como decía el viejo Nietzsche.
La oscura noria del poder nos presenta en color y en pantalla grande su perversa alucinación colectiva para que la asumamos e interioricemos con la misma naturalidad con la que nos comemos una hamburguesa. Hoy, la verdad sobrevive oculta, escondida de la cólera de los imbéciles de la que nos hablaba Bernanos.
Para sobrevivir, hemos aprendido a ocultar nuestras emociones hasta el punto de no saber ni qué sentimos; hemos aprendido a ocultar nuestros pensamientos hasta el punto de llegar a pensar como todos; hemos llegado a ser artistas del arte de la mentira, de la ocultación y del fracaso, hasta el punto de hacerlos aparecer como si de meritorios logros humanos se tratase.
Y ese arte, superficial y grotesco, insensible y servil nos acerca cada vez más a la comunidad de fieles del poder ciego, que mata y después pregunta, aunque solo sea por prevenir.
Vivimos prisioneros del simbolismo del lenguaje. Más que dominar el mundo simbólico de su lenguaje, el hombre es prisionero de él y está totalmente condicionado por él. Lo que llamamos Realidad no es más que lo que las categorías de nuestro lenguaje puede asimilar.
Así, el Hombre se ve separado de la Realidad por el símbolo: es a través del lenguaje y su proyección social como elaboramos la cultura. Y a la inversa, la cultura se ha convertido en un factor determinante de la formación de ese mundo simbólico. Lenguaje y cultura son pues los cristales a través de los que vemos la Realidad. Sólo escapando de las ataduras culturales y del lenguaje, podemos acercarnos intuitivamente a la Realidad más profunda que se encuentra bajo las apariencias; pero de esta manera, renunciamos también a comunicar la experiencia a nuestros semejantes y a intercambiar con ellos nuestros pensamientos y sensaciones acerca de dicha Realidad. La libertad siempre tiene un precio. O elegimos vivir en la cárcel del Símbolo o aceptamos vivir en la soledad de la libertad. Aunque siempre cabe el término medio.
"No has de confiar en ti mismo de modo ligero y fácil. Examínate, estúdiate con detalle y obsérvate: mira antes que nada si haces progreso en la filosofía o en la vida misma. No es la filosofía un arte para complacer al pueblo, ni ejercicio de ostentación. No consiste e palabras, sino en obras. No tiene por objeto pasar el día entretenido, ni restarle tedio a la vagancia. Forma y modela el alma, ordena la vida, rige nuestras accciones, indicándonos qué debemos hacer o qué evitar; se sienta al timón y dirige el curso en medio de los bandazos de la vida. Sin ella es imposible vivir con valor y seguridad".
Séneca, de su "Carta a Lucilio".
Enviado por Mi rival más débil, alias el Filósofo salmantino.
"Nadie por ser joven dude en filosofar ni por ser viejo de filosofar se hastíe. Pues nadie es joven o viejo para la salud del alma. El que dice que aún no es edad de filosofar o que la edad ya pasó es como el que dice que aún no ha llegado o que ya pasó el momento oportuno para la felicidad. De modo que deben filosofar tanto el joven como el viejo. Éste para que, aunque viejo, rejuvenezca en bienes por el recuerdo gozoso del pasado, aquél para que sea joven y viejo a un tiempo por su impavidez ante el futuro. Necesario es, pues, meditar lo que procura la felicidad, si cuando está presente todo lo tenemos y, cuando nos falta, todo lo hacemos por poseerla".
Epicuro, de su "Carta a Meneceo"
Enviado por Mi rival más débil, alias el Filósofo salmantino.
"... En el juego de naipes que llamamos "vida" cada cual juega lo mejor que sabe las cartas que le han tocado. Quienes insisten en querer jugar no las cartas que le han tocado, sino las que creen que debería haberles tocado, son los que pierden el juego.
No se nos pregunta si queremos jugar.
No es ésa la opción: tenemos que jugar.
La opción es: ¿cómo?"
(A. de Mello)
Me recuerda el mensaje que se puede extraer tras la lectura de un libro que inunda en estos días todas las librerías: La Buena Suerte, de Fernando Trías de Bes y Alex Rovira: lo esencial es aprender a vivir de tal manera que seamos causa de todo lo que nos ocurre.
Decía Herman Hesse, por boca de su Sidharta, que el hombre puede elegir entre ser como la hoja de un árbol que cae mecida por el viento y llevada por éste a cualquier sitio, o ser como una estrella que tiene clara su órbita y su destino en el universo y no lo altera bajo ninguna circunstancia.
Yo hace años elegí dejar de ser hoja que cae y convertirme en estrella. Tuve que cambiar muchas cosas, elegir caminos nuevos para llegar a sitios distintos, porque para que ocurran cosas nuevas, hay que abandonar lo conocido y aventurarse por lo desconocido y nuevo, ya lo decía San Juan de la Cruz en su Noche oscura del alma.
Dicen que Kafka, al final casi de su vida, sentía que era entonces cuando estaba empezando a vivir, pero que para ese entonces, ya no le merecía la pena. Sintió toda su vida una extraña melancolía, como la de Machado, o Pessoa cuando se lamentaba de que su corazón era como "un cubo vaciado" y que cuando se invocaba a sí mismo no encontraba nada.
Sin embargo leyendo sus escritos, llenos de vida y de sensaciones, de profundos y delicados análisis (no científicos) de los más extremos matices de la existencia, uno no puede menos de extrañarse de que sus autores se sintieran ajenos a este mundo, a las sociedades de las que formaban parte por el mero hecho de haber nacido en ellas. Todos ellos se sentían ajenos a la existencia común de los seres con los que les había tocado convivir y pasaron la mayor parte de sus días esperando encontrar a otro ser tan desgraciado como ellos, que sintiera su vida tan ajena a la vida como ellos. Cuando alguno lo encontró se creyó feliz aunque le durara poco tal felicidad.
Ese sentimiento de vivir en un mundo al que no perteneces, de vivir en un tiempo que no es el tuyo, produce una melancolía tan profunda que nada ni nadie te puede sacar de ella salvo en momentos fugaces como aquellos que contabilizó Abderramán a lo largo de su vida y que en conjunto no sumaron más de catorce.
Por eso viajo, para estar vivo, pero sin llegar a ninguna parte, porque llegar es morir.
"La angustia es comprender que nos falta algo y no sabemos lo que es. Hay en nuestros adentros un abismo sin fondo. A veces creemos llenarlo con algo muy deseado pero que, una vez conseguido, ha agrandado el abismo. Ese es el hombre"
De La Vieja Sirena de José Luis Sampedro
La obsesión por la felicidad nos ha condenado a muerte. Hemos crecido en la promesa de la inmortalidad que nos otorgaría el progreso tecnológico sin límites, el progreso tecnológico de perfeccionamiento infinito. Ese progreso conduciría inevitablemente a la exclusión de la muerte, a la obsesión por la profilaxis y la seguridad. Del maniqueismo entre el Bien y el Mal, habríamos pasado a quedarnos exclusivamente con el Bien, mediante la optimización del mundo y la eliminación de todo lo negativo de la realidad. Un cálculo integral, como en los ordenadores, donde no cabe la negatividad. El océano virtual se sobrepondría a la realidad y nos introduciría en la inmortalidad, segura, limpia, aséptica...
Sin embargo, vivimos, si somos conscientes, todo lo contrario. La exclusión de la muerte nos lleva al exterminio; la eliminación de la enfermedad nos conduce a la revancha: el integrismo tecnológico occidental, que no nace de la religión, enfrentado al otro integrismo, el islámico. Ambos son peligrosos en la medida en que imponen un mundo definitivamente real y contrapuesto, donde el pensamiento crítico es cada vez más dificil, y donde el individuo como tal siempre sale perdiendo.
Los neoindividuos (así los denomina Jean Baudrillard) se comportan como partículas conectadas a las redes en perpetuo feedback. Se acabó el choque de particularidades, de personalidades. El integrismo tecnológico, como el islámico, exige el fin del individuo, ya que para que estos estén integrados, han de desintegrarse socialmente. En ese universo virtual no existe la verdad sino la verosimilitud (el ideal postmodernista llevado a sus últimas consecuencias). Los valores, los opuestos, se deshacen en la promiscuidad digital: lo bello y lo feo, lo masculino y lo femenino, la causa y el efecto, la verdad y la mentira. Es la maldición de no poder distinguir, el fin de la alteridad, la deconstrucción como cadena perpetua. Nos convertimos en actores de un reality-show planetario e interminable, interconectados al exceso de información y disponibilidad, confundiendo existencia con simulacro. Y lo peor es que la única rebelión contra la Totalidad que aparece en ese contexto viene de la mano del terrorismo.
La tesis de la banalidad del mal la sostuvo por primera vez Hanna Arendt a raiz del juicio a Adolf Eichmann. Hoy en El País se publica una reseña del libro, de Jean Hatzfeld, Una temporada de machetes, sobre el genocidio ruandés, en la que el autor se hace de nuevo eco de tal tesis.
En las sociedades actuales banalizamos todo, el sexo, el tiempo, la diversión, la política, la religión, la vida, la muerte, el bien... y peor aún, el mal. Banalizar el mal significa no sentirlo, no sentir la responsabilidad sobre las atrocidades cometidas, ni siquiera sentir que son atrocidades.
Sostiene Hatzfeld que nadie está a salvo de caer en la barbarie, que cualquiera de nosotros en determinadas circunstancias excepcionales, podríamos volvernos unos criminales y actuar como tales. Quien sabe si dentro de más de uno no habita un Dr. Lecter o un Jack el Destripador, es decir, un ser que es incapaz de distinguir entre el bien y el mal, que, por tanto, es incapaz de sentir remordimiento o culpa, responsabilidad o compasión. Hay crimenes que tienen una cierta explicación, que no justificación, como son los crímenes cometidos en enfrentamientos armados, en defensa de unos determinados ideales o en defensa de la vida propia. Repito, son crímenes explicables, no justificables. Pero hay otros crímenes que ni siquiera tienen explicación.
Como narraban a Hatzfeld los asesinos ruandeses: matábamos juntos, todos los días, de ocho a tres, durante seis semanas... al principio rajábamos con timidez... nos sorprendía lo rápido que era morirse..
Su único sentimiento de culpa era por no haber terminado la faena. No sienten el mal que han hecho, su humanidad está tan rota que cuesta reconocerles la condición de seres humanos a unas personas que, antes de aquel estallido de violencia que dio lugar al gran genocidio, eran y se comportaban como vecinos normales, hasta simpáticos, que los domingos hacían barbacoa a las puertas de sus casas, cuyos hijos iban a la misma escuela y sus mujeres compraban en el mismo mercado.
Yo me pregunto, realmente, ¿quién es el culpable de todo esto?
Ese es el título de un libro de Donna Haraway de los años 90 en el que la autora reflexiona sobre el sueño de controlar a los genes. Se preguntaba qué iba a pasar con las prácticas reproductivas en la era de la tecnociencia en una cultura de masas en la que aún se juega con la raza, el género y el linaje al mismo tiempo que se siguen practicando actos de limpieza étnica y de histerismo por la inmigración.
Bien pensado, corremos el peligro de convertir los avances en biotecnología e ingeniería genética en un arma de destrucción masiva con la que individuos como Hitler hubieran soñado hace años. Hoy ya son una realidad las alteraciones de la genética fetal para eliminar defectos o enfermedades heriditarias; de ahí a una política de diseño y mejora del patrimonio genético de cualquier ser vivo y del conjunto de una sociedad hay un paso. Jacques Ellul fantasea con la posibilidad de que en el futuro se prohiba la reproducción humana natural por parte de algún Estado para fomentar el nacimiento de individuos de la más alta calidad genética (lo mismo que hacemos en las granjas de animales pero a nivel humano). Aplicado sistemáticamente, este proceso conduciría a una sociedad que pronto alcanzaría una superioridad prácticamente invencible, sostiene este autor.
En otro orden de cosas, cada vez son más numerosos los implantes mecánicos y tecnológicos que portan algunos seres humanos para mejorar el funcionamiento de algún órgano de su cuerpo: chips en el cerebro para controlar los impulsos nerviosos, para que un paraplégico ande o incluso para que un ciego vea. Estamos cercanos al día en que habrá todo un almacen de repuestos en el que poder encontrar un sustituto artificial, orgánico o mecánico, para ese órgano que no rinde lo suficiente o que no funciona al máximo de sus posibilidades.
Con la clonación, ni siquiera será necesaria la intervención del macho de la especie para lograr reproducir individuos nuevos. Los futuros úteros no necesariamente serán de carne y hueso. Ante este panorama, dónde queda la humanidad, la reproducción o la sexualidad. Bastará conectarnos a una maquina mediante los sensores adecuados e introducir el programa deseado para que todo ocurra limpia y asépticamente; elegiremos por catálogo el modelo de hijo, el color de sus ojos, su talla, peso, pelo, carácter y será tan saludable que no deberemos hacerle ni siquiera una póliza de seguro que cubra los gastos pediátricos porque no serán necesarios.
Como siempre, bastará tener suficiente dinero para conseguir los mejores servicios.
¿Qué contestamos normalmente cuando alguien nos pregunta quiénes somos? ¿Un nombre?, ¿una profesión?, ¿un estado civil?, ¿una edad?, ¿número de hijos?, ¿un lugar de nacimiento o residencia?
Pero, realmente ¿somos eso?, ¿somos sólo eso?, ¿todo mi ser se puede reducir a cuatro etiquetas y poco más? Yo estoy convencido de que somos muchas cosas al mismo tiempo: somos esa persona que encuentra a su pareja dormida en la cama por las mañanas y le da un beso con dulzura; somos esos que viajan en el Metro medio dormidos y que suelen conincidir siempre con las mismas personas hasta el punto de que nos resultan ya familiares; somos los que siempre compramos el periódico en el mismo kiosco y nos interesamos por el hijo del dueño del mismo, que está con las tropas españolas en Irak; somos los que pagan el café de los miércoles a la pandilla del trabajo; somos los que regresan a casa destrozados por un trabajo bonito pero agotador; somos los que se quedan dormidos en el sofá viendo la telenovela; somos los que llaman a los amigos para hablar, por el simple gusto de oirles comentar cualquier cosa; somos los que ayudamos a la anciana del tercero a subir la bolsa de la compra; somos los que protestamos porque la chica del quinto se queda la puerta del ascensor abierta....
Somos los que hemos visto los amaneceres del desierto y regresamos a la civilización con los ojos inundados de belleza; somos los que nadamos entre delfines a la velocidad de nuestras simples aletas; somos los que vimos el mundo desde un globo y sentimos el aire helado acariciar nuestras felices caras; somos los que cada día ponemos un poco de orden en nuestras vidas, limpiamos el polvo, colocamos los libros y aireamos las sábanas, abrimos ventanas y puertas, regamos plantas, cuidamos de otros seres; también, a ratos, nos dejamos acariciar y mimar, mientras dejamos el alma sobre la silla, bien doblada, para descansar... hasta el día siguiente.
Somos... y eso es lo que importa.
En el contexto de una sociedad invadida y sometida a la cultura insubstancial de la uniformidad, medieval y postmodernista al mismo tiempo, el gesto emulador de gestas y hazañas medievales de, por ejemplo, los pilotos de un rallie, que pasean sus automóviles invadidos de publicidad ante los hambrientos ojos de los hambrientos habitantes de un continente como el africano, no es expresión de individualidad, sino un gesto repleto de vacío. Tan vacío como tirarse de un puente con o sin goma en el tobillo, como conducir en sentido contrario por una autopista o estudiar la carrera que le gusta a papá.
La guerra, con todo su sinsentido, se degrada aún más cuando es televisada y con cortes publicitarios; el diseño de la estrategia militar se convierte entonces en tarea de técnicos de marketing y análistas de mercados. La política pasa a ser el arte de vendernos embotellado ese vacío a cambio de devolver el casco cada cuatro años.
El Hombre se siente entonces vacío, deprimido y busca el refugio en esa especie de seno materno en que se ha convertido la casa; cierra la puerta, baja las persianas y sólo se asoma al exterior por la ventana televisiva que le devuelve a la "normalidad" y a la "realidad" cotidiana.
Otros ocultan sus vidas en los templos nocturnos (y en los after hours) donde buscan agotarse rápidamente para caer rotos en la cama cuando los demás pasean y trabajan, consumen y comen. Rechazan la sociedad que les sustenta reproduciendo sus mismos estereotipos pero sin saber encauzar constructivamente su rechazo.
Es el camino hacia el nihilismo, aturdidos de sueño o alcohol, extasiados en ácidos de diseño, consumiendo lo más caro, que es el tiempo... con prisas por llegar a ninguna parte.
Nuestra sociedad global es, en definitiva, la sociedad de la uniformidad. El zeitgeist, el espíritu de los tiempos, nos conduce hacia lo uni-forme. Entre otras razones por la extensión acelerada de la cultura de la imagen, del diseño y de lo externo, en fin, de las formas.
A una sociedad uniforme le endosamos una cultura de las formas y el resultado no es otro que la pérdida de la individualidad, esa individualidad nacida con la modernidad renacentista que arrancó al individuo de los brazos de la Iglesia y del Estado.
Aquel individuo que no poseía identidad si no era como miembro de una Familia, un Clan, un Pueblo, una Polis o un Estado, cobraba sentido de la mano de los Humanistas modernos. Pero la post-modernidad ha supuesto un regreso del medievalismo impersonal y uniforme, sometiendo a las conciencias al imperio de una cultura del diseño. La cultura de la Forma-Diseño moldea y crea una sociedad Unica-Forma en la que deben regir los mismos principios y criterios estéticos, éticos, intelectuales y emocionales para todos.
¿Cuál es entonces la substancia dentro de esa Forma? ¿o es la cultura de la forma una cultura insubstancial? Porque entonces somos seres uniformes en lo externo y en lo interno, cuerpos sin substancia ataviados con los ropajes de los superfluo, maquillados por el simplismo para aparentar o para ocultar nuestro vacío.
(continuará)
El Roto (publicado en el desaparecido diario El Independiente)
Una de las muchas humillaciones que ha sufrido el género humano en los tiempos recientes tiene que ver con el cálculo de la edad del mundo. Cuando pensábamos que el mundo había sido creado por Dios hace apenas unos diez mil años y expresamente para nosotros, llegó sir Charles Lyell afirmando que la Tierra databa de millones y millones de años, lo cual no deja de resultar degradante para el ser humano, que hasta entonces se había proclamado protagonista absoluto de todos los minutos de la creación.
En cualquier caso, desde entonces hay mucha gente preocupada por averiguar la fecha de caducidad de este planeta y del universo en su conjunto. Nostradamus predijo que tal fecha sería el 21 de febrero de 1999, cuando el Gran Reino del Terror (¿Estados Unidos?) descendería desde los cielos (¿helicopteros Apache?).
James Usher, Arzobispo de Armagh, partiendo de sus cálculos sobre la fecha de creación de la Tierra, que él situaba exactamente al atardecer del día 22 de octubre del año 4004 aC, predijo el fin del mundo para el 22 de octubre de 1996 (no sabemos la hora).
Una vez comprobado que podemos respirar tranquilos, dado el éxito alcanzado por tales profecías, aún nos queda por comprobar si los mayas tendrán razón al anunciar para el 2012 la fecha del mayor de los cataclismos.
En cualquier caso, yo más que consultar a los profetas, preguntaría directamente a los autores materiales. Así, por ejemplo:
Señor Bush, ¿tiene previsto destruir el mundo en fecha más o menos cercana?
¿forma parte de su política de guerra preventiva?, ¿habrá una re-fundación planetaria?, ¿la dirigirán los americanos?, ¿Nostradamus era del partido republicano?, ¿ha hablado con los mayas recientemente?
Más que nada, para quedarnos tranquilos, mirusté.
La imaginación y la libertad, la ensoñación, se relacionan bien con el futuro. Soñar suele ser sinónimo de vivir en el futuro. Normalmente uno sueña hacia delante. Hacia atrás lo único que queda es el pasado, ya muerto y vivido, por tanto inútil.
Pero el futuro es un mundo inexplorado, nuevo, que nos abre las puertas de la imaginación, donde siempre cabe la posibilidad de que todo cambie, de que nos ocurra aquello que deseamos o de que desaparezca aquello que aborrecemos.
Todas las incognitas posibles se resolverán en el futuro. El futuro es allí donde miramos buscando las soluciones a nuestro presente y en él depositamos ingenuamente todas nuestras esperanzas.
Pero de todas las posibilidades que soñamos, sólo una se hará presente en el mejor de los casos y, desde ese momento, pasará a ser pura cotidianeidad. El presente siempre será peor que el futuro, porque siempre será más estrecho, más limitado, más concreto, es decir, más real. Pero, sobre todo, porque dejará de depender de la voluntad y el deseo.
Mientras el futuro nos permite crear, recrear y descrear a nuestro antojo los vapores del deseo, el presente condensa esos vapores y su peso nos aplasta con su propia evidencia.
Vivimos siempre con la mirada puesta en una fecha, lejana o próxima, que nos marca la meta, el objetivo de las siguientes horas o días. Mas, cuando recién las traspasamos, una nueva meta surge en el horizonte para mantenernos vivos.
Vivimos así, más pendientes de lo que a lo mejor será que de lo que realmente somos, más de lo que vendrá que de lo que tenemos. Y esa proyección nos separa de la existencia real al dispararnos hacia lo que aún no existe, nos da la ilusión de vivir frente a la decepción diaria que supone su metamorfosis en presente. En el fondo nos otorga el placer de hacernos vivir como si realmente estuviéramos vivos.
En estos tiempos convulsos que corren, donde los que habían sido hasta ahora los pilares de las sociedades occidentales están en profunda crisis (los sistemas políticos, las iglesias, los valores sociales y familiares, los partidos y sindicatos, la educación...) cabe preguntarse de qué forma podríamos enfrentarnos a los ataques que desde la intolerancia, el fanatismo o la banalidad se hacen a nuestras sociedades.
Algunos han inventado el concepto de guerra o ataque preventivo pero sus resultados, a la vista están, son más bien contraproducentes: por prevenir el ataque de una avispa metes el brazo en el avispero para agitarlo.
Otros, como los partidos y sindicatos o los sistemas educativos, siguen como si no ocurriese nada y esta historia no fuera con ellos. Otros, como las iglesias, reivindican, como siempre que se agitan los tiempos, una vuelta al pasado, a lo tradicional, a lo ortodoxo, pese a que esa solución nunca haya funcionado.
Sin embargo, hay voces como la de Amelia Valcárcel, que reclaman un nuevo humanismo que nos enseñe a enfrentarnos a los retos de la globalización y el multiculturalismo. Se trata de un humanismo que no consiste simplemente en una vaga disposición benevolente hacia el prójimo, sino un conjunto de actitudes que nos devuelvan la capacidad para vivir en paz, con nosotros y con nuestros vecinos; que nos ayuden a ponernos en el pellejo del otro y a ver las cosas desde más perspectivas además de la nuestra; que nos devuelva la com-pasión y el respeto, por nosotros mismos y por los demás.
Existen unos grandes referentes universales: la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, como una tabla de valores que nos ayudará a superar a las religiones y a los grandes enemigos de la ética: el fanatismo de cualquier índole y naturaleza, el poder controlado por unos pocos, el afán de logro a toda costa, el individualismo agresivo, el dinero, la ambición....
Para ello necesitamos desprendernos de esa capa mugrienta que nos envuelve y que han arrojado sobre nosotros, para dormir nuestras conciencias, la telebasura, la publicidad, los medios de comunicación, los valores imperantes o a la moda. El camino no es fácil, pero es posible, no es ninguna utopía. Requiere de una verdadera revolución, personal, interior, en el corazón, que nos convierta, de nuevo, en Hombres, que nos devuelva la sensibilidad hacia las injusticias, la capacidad de juicio, la compasión y la preferencia por los comportamientos éticos.
Aunque no esté de moda.
(La profesora Amelia Valcácel es Catedrática de Filosofía Moral y Política en la Universidad de Oviedo. En el año 2002 publicó un libro titulado Ética para un Mundo Global, donde desarrolla éstas y otras ideas parecidas.)
"Un anciano labrador chino tenía un viejo caballo para cultivar sus campos. Un día el caballo escapó a las montañas. Los vecinos del anciano labrador vinieron a darle las condolencias por la pérdida del caballo, pues sabían lo importante que era para el anciano la ayuda del animal. El labrador a todos les replicaba con un gesto de encoger los hombros mientras decía: ¿Mala suerte? ¿Buena suerte? ¿Quién sabe?
Una semana después el caballo volvió de las montañas trayendo consigo una manada de caballos salvajes. Entonces los vecinos fueron a felicitar al anciano por su buena fortuna. Sin embargo éste les respondió lo mismo: ¿Mala suerte? ¿Buena suerte? ¿Quién sabe?
Cuando el hijo del labrador intentó domar uno de aquellos caballos salvajes, cayó y se rompió una pierna. Todo el mundo consideró esto como una desgracia. No así el labrador que se limitó a decir: ¿Mala suerte? ¿Buena suerte? ¿Quién sabe?
Unas semanas después, el ejército entró en el poblado y fueron reclutados todos los jóvenes que se encontraban en buenas condiciones. Cuando vieron al hijo del labrador con la pierna rota lo dejaron tranquilo.
¿Mala suerte? ¿Buena suerte? ¿Quién sabe?"
La historia la cuenta A. de Mello en Sadhana