Ahora resulta que nuestros señores feudales (entiéndase políticos autonómicos y/o nacionalistas) quieren volver sobre el viejo tema de las placas de matrícula con distintivo territorial. Según las encuestas, ni fabricantes, ni vendedores ni automovilistas, están de acuerdo con la medida. Por tanto, los únicos que realmente quieren llevarla a cabo son los políticos, esos seres democráticos que nos gobiernan con la guía de su bondad bienintencionada y su sabiduría presta.
Ahora, como en la Edad Media, se trataría de identificar a los súbditos de la gleba con un marchamo (como a los embutidos) para que todos sepan a qué señor feudal debe uno obediencia. Así, los vascos y las vascas, deben obdecer a su señor Ibarretxe, los catalanes y catalanas a su señor Maragall, los extremeños y extremeñas a su señor Ibarra, etc.
Yo, para el caso y ya puestos, propondría que dicho marchamo incluyera datos aún más significativos como el estado civil (así podríamos ligar en los semáforos), la profesión (ya me veo consultando al técnico en sistemas electrónicos durante un atasco en hora punta) o la religión que profesa (por ir haciendo amigos o enemigos, que uno ya no sabe para qué sirve más la religión). Y no lo pondría en la matrícula, sino que lo implantaría subcutáneamente o taladraría la oreja, lo cual le daría a los súbditos un aire moderno al tiempo que atrevido.
La medida además debería ir acompañada por un certificado o pedigrí que asegurara la pureza genetica del súbdito desde al menos tres generaciones atrás, su pertenencia a algún partido nacionalista y el sentido de su voto libre en las tres últimas convocatorias.
Esto es quererse entender y trabajar por el bien de los ciudadanos, atendiendo a sus necesidades y demandas. Lo demás son soflamas incendiarias de los reaccionarios ultraconservadores del nacionalismo español. Amén
Si aceptamos el principio de que la principal misión de cada uno en esta vida es hacer un poquito mejor y más agradable el pequeño mundo que llamamos nuestro entorno, pregunto:
¿Qué has hecho tú para mejorar, aunque sea levemente, tu entorno y para hacer más agradable la vida a tus compañeros de viaje?
Somos una sociedad acomplejada y llena de miedos. No aceptamos la muerte hasta el punto de negarla y ocultarla tras mil eufemismos. Y tampoco aceptamos el paso del tiempo, la edad, la vejez. Ser viejo es un delito castigado con mil años de silencio y olvido.
Parece que estuviéramos obligados a permanecer por siempre jóvenes, tersos y lozanos, lustrosos como manzanas, aunque por dentro nos perfore la podredumbre. La juventud es eterna a base de sucesivas prolongaciones de sus límites por arriba. Los que fueron jóvenes a los 20, lo siguen siendo a los 30 y aún se aferran con fruición a su extinta tersura a partir de los 40. Quieren más a sus coenzimas revitalizantes que a sus mayores, a los que son capaces de olvidar en una gasolinera con tal de llegar cuanto antes a una masificada playa a lucir un masificado y poco original moreno.
Ser viejo es un delito que se debe ocultar todo el tiempo que sea posible. Vistiendo de forma infantilmente ridícula, comportándote como un adolescente senil, algunos llegan incluso a dejarse coleta o ponerse un pendiente en la oreja con tal de asemejarse a sus ofendidos nietos. Ser viejo no está de moda. Ser un trasto que solo estorba tampoco es el destino que algunos hubieran deseado para sí. Tan solo algunos pocos tienen el consuelo de haber ahorrado el suficiente dinero para que sus hijos o nietos les laven el culo con una sonrisa en la boca.
Paradójicamente en unas sociedades donde cada vez la media de edad es más alta, la supuesta juventud eterna parece haberse adueñado de todo el espacio social para recluir en sus rincones más oscuros a aquellos que por sus arrugas y encorvaduras ya no están presentables. Tener arrugas parece más un delito de dejadez y mal cuidado que un inevitable efecto del tiempo pasado. La arruga ya solo es bella en la ropa de las modelos en una pasarela.
Ser viejo parece que debiera estar castigado con la cárcel del asilo, para evitar el afeamiento de nuestros jardines y calles.
Lástima de futuro "juvenil" que nos espera a la vuelta de la esquina.
Terminó el Forum como empezó, con un espectáculo pirotécnico que posiblemente es lo que mejor representa lo que se esperaba de dicho evento: nada.
Los fuegos artificales tienen eso: llaman la atención por su vistosidad luminosa, por el ruido ensordecedor, pero tras de sí no hay nada más que olor a pólvora quemada, a salvas sin munición, a vacío y a nada.
Es el mucho ruido y pocas nueces de nuestro refranero. Sí, las estadísticas están ahí para testimoniar que se han celebrado no sé cuantas conferencias, tantos diálogos y tantos espectáculos, además de que el número de visitantes ha sido de tres millones y pico, algo menos de lo esperado por los organizadores. Pero la realidad es que ni siquiera ha respondido al apellido de su nombre (foro de las culturas) cuando las únicas culturas representadas de forma real han sido la del consumismo y la oficialidad intelectual. Unos cuantos indígenas de otros países y latitudes han puesto la necesaria nota de color, pero su contribución (la que les han permitido) ha sido la misma que la de los Guerreros de Xiam.
Para ese viaje no hacían falta tantas alforjas. Los sin voz, los anti sistema, los contestatarios de lo oficial, las subculturas, las culturas de la calle, de la pobreza, de los marginados, la inmensa mayoría de las ONGs que trabajan de verdad a pie de trinchera, las asociaciones realmente críticas con el sistema mundial, esos no han tenido voz ni voto. Los ciudadanos normales no han tenido más que invitación a gastar y consumir espectáculo a precio de oro, pero no han tenido derecho a preguntar o dialogar más que con el vecino de butaca o de cola.
Lo dicho, unos bonitos fuegos artificiales. Visca Barcelona!!!
El título no es mío, sino de mi admirado Jon Sobrino, jesuita y miembro activo de la corriente que promueve la Teología de la Liberación. También dice que la pobreza es la "macroblasfemia de nuestro tiempo", quizás por eso él siempre ha estado de parte de los pobres, mientras el resto de su iglesia se dedicaba a bautizar y casar a los hijos de los ricos.
En una entrevista reciente, Ernesto Cardenal, explicaba su visión acerca de las dos iglesias: por un lado estaba la Iglesia de Pedro, que niega a Cristo, que se alía con el poder desde los tiempos del emperador Constantino, es decir, la de los ricos, la del Vaticano; y por otro lado, está la iglesia de los perseguidos, de las Catacumbas, la del pueblo, la que está con Cristo y su mensaje. Yo añadiría que en medio están los teólogos, intentando aclararse, y los espiritualistas, que viven en otro mundo.
Lo cierto es que Dios ha fracasado cuando tres futbolistas del Real Madrid ganan en un año más dinero que el de los presupuestos de una ciudad como El Salvador; o mientras hay una parte de las iglesias cristianas, por ejemplo la de Bush y los puritanos, que cree que Dios les ha elegido para salvar al mundo y que ellos son los buenos y que los ricos van al cielo.
Lo cual es falso porque en este país ya sabemos que los ricos no creen en Dios porque creen en la vieja historia del camello y la aguja. No les importa demasiado. Dios fue un invento suyo para mantener a los demás felices en su pobreza. Dios se ha encarnado en el neoliberalismo, el Opus Dei y los Kikos. Su Iglesia está muriendo de muerte natural, si vemos como natural el suicidio que tanto critican.
Bastarían 13.000 millones de dólares para dar de comer y atender sanitariamente a toda la población mundial que ahora mismo pasa hambre, sin embargo los habitantes del primer mundo preferimos gastarnos 17.000 millones de dólares anuales en alimento para mascotas domésticas.
El hombre es el fracaso de Dios.
Sólo la música sabe lo que yo siento. Sólo ella suena dentro de mí desde aquella tarde en Saint Germain, en el Café del viejo Antoine, cuando te levantaste, cogiste tu bolso y tus libros, y te fuiste caminando hacia el silencio.
Cinco años antes me habías regalado aquel bonsai que tanto me gustaba. Te prometí que lo cuidaría como a nuestro amor.
Aquella tarde descubrí al llegar al estudio que el árbol se había secado. Al pie encontré tu nota: "Otro es mi sueño".
(Música: "Gymnopedie" de Erik Satie)
La Historia en manos de los políticos es como un arma arrojadiza y ya no es historia, ni siquiera en minúsculas. Nuestro ilustre ex presidente anda por tierras lejanas (leer esto último con acento tejano) impartiendo clases de historia, acordándose de nuestros ilustres muertos. Ahora ha resucitado los tiempos en que Almanzor era dueño y señor de media península para hacernos comprender las razones del atentado del 11 de Marzo.
A este señor, por lo visto, como a su querida Isabel, a la que pusieron el nombre de Católica por cepillarse de un plumazo a toda la comunidad judía y musulmana española que vivía en nuestra península (también suya) desde hacía casi ochocientos años, le molestan los extranjeros. Pero este señor se olvida que tan extranjeros fueron los visigodos (que tampoco eran católicos) y los romanos, y los cartagineses y los griegos y fenicios.
Ahora que se va a celebrar el quinto centenario de la muerte de la reina Isabel la Muy Católica, y que la Iglesia española quiere beatificar a tan santa e ilustre dama, el señor Aznar ha decidido desempolvar la vieja enciclopedia Álvarez y recuperar una parte interesada de la memoria histórica. Quizás él, con su visión de estadista, sea capaz de ver lo que los demás mortales (salvo Acebes) no vemos ni apreciamos, a saber, la conexión entre Al-Qaeda y ETA a través de Almanzor y el rey Sancho de Navarra, y quién sabe si Doña Urraca no era una terrorista suicida chechena cuando se encerró en el castillo del Obispo Gelmírez.
Si por Aznar fuera, hasta el Homo Antecesor (que llegó a nuestra tierra procedente de África, no sabemos si en patera) debería haber sido expulsado; y la siguiente oleada, la de los Sapiens, debería haberse quedado en su casa, tranquilamente y haber dejado a los Neandertales tranquilitos en sus cuevas. Y es que este señor debe ser uno de ellos (de los neandertales) y acaba de salir de las cavernas, o no se entiende, mirusté.
Decía hace poco el maestro Lledó que los males de nuestro tiempo son la ignorancia, la miseria y la corrupción, y lo más temible, que nos instalemos en la mentira con la misma naturalidad con la que nuestros pulmones se acostumbran al aire.
Porque cada vez es más cierto que tenemos arte para no morir de la verdad, como decía el viejo Nietzsche.
La oscura noria del poder nos presenta en color y en pantalla grande su perversa alucinación colectiva para que la asumamos e interioricemos con la misma naturalidad con la que nos comemos una hamburguesa. Hoy, la verdad sobrevive oculta, escondida de la cólera de los imbéciles de la que nos hablaba Bernanos.
Para sobrevivir, hemos aprendido a ocultar nuestras emociones hasta el punto de no saber ni qué sentimos; hemos aprendido a ocultar nuestros pensamientos hasta el punto de llegar a pensar como todos; hemos llegado a ser artistas del arte de la mentira, de la ocultación y del fracaso, hasta el punto de hacerlos aparecer como si de meritorios logros humanos se tratase.
Y ese arte, superficial y grotesco, insensible y servil nos acerca cada vez más a la comunidad de fieles del poder ciego, que mata y después pregunta, aunque solo sea por prevenir.
En las últimas décadas nuestros hábitos de consumo han ido evolucionando al tiempo que quemábamos una serie de etapas, quizás con las prisas de los nuevos ricos que se incorporan algo tarde a la fiesta del consumo y el despilfarro.
Hemos pasado de gastar el 50% del sueldo en alimentos a invertirlo en la adquisición de la vivienda, lo cual desplaza el gasto en alimentos a un segundo plano.
Pero es que ya estamos en la segunda fase en la que, llenos los estómagos y con un habitáculo, por mínimo que sea, donde plantarnos, de lo que se trata ahora es de llenarlo de mil y un artilugios, frascos, botes, muebles, cuadros, adornos y ropa. Nuestro ego se ve prolongado a través de ese universo artificial de artículos con diferentes tonos, precios y tamaños. Fuera de ese hogar atiborrado queda el fatigoso trabajo y sus malas experiencias; dentro, el cálido recinto del hogar atiborrado de bienes embellecidos por las revistas de moda y el catálogo publicitario de ikea. Nuestro significado como personas queda enmarcado en ese recinto sagrado y protector, aunque axfisiante.
Esta etapa, sin embargo, ha entrado ya en decadencia y aún la acabábamos de estrenar. Nuestros vecinos del norte, más ricos y con mayor experiencia en esto del consumo, ya han adelantado lo que será el futuro: gastar menos en salchichas y automóviles, en calzoncillos, corbatas y detergentes, para destinar más del 60% del sueldo en cosas inmateriales. Compran, no objetos que pesan y ocupan espacio dentro de la casa, sino experiencias que amueblan el mundo interior de cada uno.
La tendencia va por un camino que lleva no a poseer más sino a hacer más. Es decir, a invertir en masajistas, fisoterapeutas, maestros de yoga y Tai Chi, psiquiatras, balnearios, la práctica de alguna actividad artística, la velada en un restaurante exclusivo y distinto, viajar a sitios nuevos y exóticos, el vértigo de un rave, asistir a un ciclo de cine japonés o de conciertos de cámara.
Por tanto, ya no se trata tanto de adquirir cosas, objetos, como de comprar sesiones de vida, atender más que a los electrodomésticos de última generación, a las emociones.
A estas alturas, cualquier novedad en el ámbito de lo tangible y material, si no va a compañada de un plus emocional o experiencial, es olvidada pronto o ni siquiera tenida en cuenta. La saturación de cosas lleva a sustituir éstas por lo que ocupa el emergente lugar del deseo: la vida misma.
Compramos vida para huir del vacío en que nos ha metido la publicidd y su discurso de falsa felicidad. Precisamos de la comunicación más que nunca para salir de nuestros aislados nidos hipotecados. Buscamos algo más que cosas, buscamos servicios, desde los más íntimos hasta los más prosaicos, desde los inocuos hasta los que nos cambien la forma de ser. BUscamos, pues, la felicidad, en estado puro, sin peso ni embalajes, sin etiquetas, lista para ser consumida en inoculaciones sobre el corazón, que diría Verdú.
"Un discípulo acudió a Maruf Karkhi, el Maestro musulmán, y le dijo: "He estado hablándole de tí a la gente. Los judíos dicen que eres de los suyos. Los cristianos te consideran uno de sus santos. Y los musulmanes ven en tí una gloria del Islam".
Maruf replicó: "Eso es lo que dicen aquí, en Bagdad. Cuando yo vivía en Jerusal´n, los judíos me tenían por cristiano; los cristianos por musulmán; y los musulmanes, por judío".
"Entonces, ¿qué tenemos que pensar de tí?"
"Pensad en mí como un hombre que dice lo siguiente acerca de sí mismo: los que no me comprenden me veneran; los que me vilipendian tampoco me comprenden".
Si crees ser lo que tus amigos y enemigos dicen de tí, evidentemente no te conoces a tí mismo.
A. de Mello
Dentro de unas horas muchos jóvenes y "jóvenas" de este planeta (sobre todo del submundo acomodado y rico) saldrán a la calle dispuestos a dar la batalla a través de las trincheras de la noche y, de paso, someterse a una nueva sesión de eutanasia mental, aderezada en el mejor de los casos con una suerte de desahogos venéreos que concluirán en el inevitable limbo de la amnesia mental y sentimental.
Recurrirán a viejos y nuevos combinados: velocidad, drogas y alcohol, modernos delirios químicos manoseados por mil intermediarios y adulterados en los viejos polígonos industriales donde para la felicidad se han quedado hace tiempo sin existencias. El caso es perder pronto la conciencia de uno mismo, salir de esa cárcel personal que es nuestro propio ser y convertirnos en masa informe, sin conciencia y, por tanto, sin problemas, sin normas, sin objetivos ni metas.
Las sociedades occidentales han alcanzado, tras muchas luchas y penalidades, un nivel de bienestar único en la historia, para que sus jóvenes lo malgasten en mil nimiedades sin sentido. Beber hasta perder el sentido, probarlo todo, hacer cada día una locura mayor, tener experiencias "fuertes" (y artificiales, porque la vida real ya está llena de experiencias fuertes, sólo que ellos no viven en la realidad), tirarse por un puente, ir en sentido contrario por la autopista, lanzarse a las vías del Metro o hacer el caballito con la moto, todo vale para creerse un héroe cuando sólo se es un cobarde. Conducen coches pero no saben conducir sus vidas, hacen el amor pero desconocen el valor de esa palabra porque nunca lo han sentido, odian a sus mayores casi tanto como se odian a sí mismos, y lo llaman diversión, cuando lo único que están haciendo es cavar a grandes paletadas su propia tumba. Sus vidas no son intensas sino que están repletas de un desbordado síndrome de abstinencia.
Viva la muerte!
Me fascina la idea de ver a un dentista abocado a la mendicidad, con una gorrilla en la boca del Metro, junto a otros colegas suyos, desdentados y con aliento pútrido. Es su profesión de esas que producen grima sólo con oírlas. Nadie en su sano juicio puede tener vocación de dentista y sentir placer por hurgar todo el santo día en la boca de cientos de pacientes con los dientes podridos. Nadie se pasa cinco o seis años estudiando para eso. Salvo que su vocación sea la de ganar dinero a espuertas abusando de su saber y sin declarar a hacienda.
Para eso sí que tienen vocación algunos. Y no sólo dentistas, sino cirujanos plásticos (toda una vida dedicada a meter silicona en descerebradas), notarios (media hora de duro trabajo al día cuando pasan la firma), empresarios del sector seguros (¿seguros?, ja!), banqueros (ladrones), abogados de lo civil (cuervos), ingenieros de finanzas (buitres) y un largo etc.
Al menos, los fontaneros, electricistas, albañiles, carpinteros, te engañan pero no te saquean de la misma manera y con toda esa impunidad. Estos profesionales, con relativamente poco tiempo de formación obtienen unos ingresos cuantiosos, aunque no gocen del mismo prestigio que los primeros. Cuestión de clases.
¿Qué quieren? Será una obsesión personal.
(Por cierto es la tercera vez que escribo este post y lo publico y misteriosamente desaparece y lo pierdo. Así que si alguno ha leído las versiones anteriores, tiene por delante todo un ejercicio de crítica comparativa)
El verano no se vive igual dependiendo de si uno es soltero o casado. En esta estación del año los cuerpos se enaltecen y el amor se enardece, aunque su caducidad se cumple nada más comenzar el otoño. Quizás por esta razón la mayor parte de las bodas se celebran en las cercanías del mes de Agosto. Así los contrayentes acuden a semejante cita con sus mejores galas físicas y sus mejores sentimientos amorosos. Ya llegará el otoño con las rebajas, cuando desaparezca el bronceado y el frío disminuya los ímpetus a la altura de los medios, cuando uno a uno se miren, se estudien y busquen el libro de reclamaciones.
Casarse protegidos por una película solar encubre las rutinas que saldrán a la luz en el espacio más doméstico: el espacio de las blanduras, los eczemas, el clamoxyl y los estornudos. Pasado el optimismo irresponsable y veraniego, llega el rigor otoñal que anuncia un crudo invierno.
Por eso no entiendo que el colectivo gay, tan proclive a la vida alternativa, alegre, díscola, frívola en algunos casos y cambiadiza, se quiera apuntar al carro matrimonial que se carga toda lubricidad y deviene inexorablemente en desgana ocasionada por la repetición sexual. ¿Es que quieren vivir otra experiencia al recorrer el arco de la legalidad?
Y menos entiendo a la jerarquía eclesial al oponerse a tal aspiración, puesto que sería la manera de acabar con la excentricidad de parte de ese colectivo así como con el colectivo en su conjunto, porque el matrimonio normaliza y ordena, hace a la mujer legítima y bendita, y a los hombres asustadizos y tristones. El que los colectivos gays (con excepciones como el subgrupo de lesbianas tipo queers, pushy femmes o ladies in tuxedoes, que acusan a los primeros de haberse convertido en unos integrados y traidores de la causa) quieran acceder al matrimonio es como firmar su propia sentencia de muerte. Y es que el matrimonio se lo carga todo, hasta el amor.
Vivimos prisioneros del simbolismo del lenguaje. Más que dominar el mundo simbólico de su lenguaje, el hombre es prisionero de él y está totalmente condicionado por él. Lo que llamamos Realidad no es más que lo que las categorías de nuestro lenguaje puede asimilar.
Así, el Hombre se ve separado de la Realidad por el símbolo: es a través del lenguaje y su proyección social como elaboramos la cultura. Y a la inversa, la cultura se ha convertido en un factor determinante de la formación de ese mundo simbólico. Lenguaje y cultura son pues los cristales a través de los que vemos la Realidad. Sólo escapando de las ataduras culturales y del lenguaje, podemos acercarnos intuitivamente a la Realidad más profunda que se encuentra bajo las apariencias; pero de esta manera, renunciamos también a comunicar la experiencia a nuestros semejantes y a intercambiar con ellos nuestros pensamientos y sensaciones acerca de dicha Realidad. La libertad siempre tiene un precio. O elegimos vivir en la cárcel del Símbolo o aceptamos vivir en la soledad de la libertad. Aunque siempre cabe el término medio.
No tengas nada en las manos
ni una memoria en el alma,
que cuando un día en tus manos
pongan el óbolo último,
cuando las manos te abran
nada se te caiga de ellas.
¿Qué trono te quieren dar
que Átropos no te lo quite?
¿Qué laurel que no se mustie
en los arbitrios de Minos?
¿Qué horas que no se conviertan
en la estatura de sombra
que será cuando, de noche,
estés al fin del camino?
Coge las flores, mas déjalas
caer, apenas miradas.
Al sol siéntate. Y abdica
para ser rey de ti mismo.
Septiembre es un mes nefasto, pernicioso, traumático y gris. Es el mes de la vuelta al cole, el mes del cambio de temporada en todos los escaparates, adelantándonos el triste otoño en cuatro semanas y angustiándonos con los colores marrones mientras todavía nos sentimos cómodos en las playeras.
Septiembre es el mes de comienzo de mil y una colecciones absurdas anunciadas por televisión como el entretenimiento más divertido posible: coleccionar cajas de madera hechas a mano (pero quién se puede creer que estén hechas a mano si hay 50 mil kioscos en este país), minerales, casa de muñecas, maquetas de aviones, insignias de las dos grfandes guerras y muñecas del mundo.
Pero Septiembre es aún más mortal: es el mes de comienzo en el trabajo. Es como una pandemia que causa estragos entre la población, llenando las aceras de personas con depresión, víctimas anónimas del síndrome post-vacacional, ciudadanos desorientados, cabreados. Seres humanos, en fin, sometidos a la tortura asalariada de forma fatal e insoportable. Y lo peor es que Septiembre también es el mes en que los amigos te invitan a sus casas con la excusa de una cena para enseñarte las fotografías y vídeos de sus vacaciones. Y uno, dolido aún por la vuelta a su realidad, no encuentra justificación alguna para tanta crueldad.
Y es que el ser humano se va desvaneciendo desde Septiembre hasta que vuelve a renacer al siguiente verano. Porque nuestra identidad ya no se construye desde el trabajo, sino desde el ocio.
Lo único que nos salva, lo único que nos puiede ofrecer algún consuelo (y no barato) es el consumo. Consumir, en lugar de aniquilarnos, nos compone por dentro y reconforta, nos pone buen cuerpo y nos ofrece una suerte de alegría absolutamente necesaria en tan malas fechas.
Ahhh, septiembre negro!!!!!!
Hay muchos tipos de fronteras, casi todas peligrosas, casi siempre nada acogedoras. Las marcan con distintos materiales: algunas están hechas con la edad o con el sexo, otras con dinero y con poder. Algunas precisan de alambradas y tanques, otras de tarjeta de crédito o libro sagrado, que para el caso es lo mismo.
Hay fronteras territoriales, similares a las que señalan los animales con sus defecaciones. Siempre huelen a exclusión o encarcelamiento. No permiten que corra el aire de la libertad. Algunos se sienten seguros dentro de ellas, desconociendo el peligro que entrañan. Sólo hay que ver sus banderas, allá en la puerta, junto a las garitas, y comprobar que dichos trapos multicolores están hechos con pedazos de vendas, tiritas y gasas de los caídos en miles de guerras ancestrales. Aún así, algunos todavía son capaces de cometer las mayores atrocidades por defenderlas, por crearlas nuevas o por cambiarlas.
De todos modos, las más peligrosas (aún más que las anteriores), son las fronteras mentales, las que nos impiden ver y pensar desde la luz y la razón. Son las fronteras hechas con miedos, con culpas, con duelos, con frustraciones y prejucios, con lágrimas y dolor. Sus alambradas son apenas perceptibles a los ojos pero el daño que provocan al intentar atraversarlas disuade al más valiente de intentarlo de nuevo.
Esas fronteras son las peores, las que nos impiden ser nosotros mismos, sentirnos libres con nuestra vida y nadar a favor nuestro. Por eso, antes que cualquier otra, la primera revolución ha de declararse en nuestro corazón.
Pedid la independencia!!!! Pero no para aislaros, sino para mezclaros; no para fijar nuevos límites, sino para romper todas las barreras; no para dividir sino para unirnos en fraternal humanidad.
Los famosos - progres son una subespecie dentro del género famosos. La diferencia es que estos, los progres, fuman porros y esnifan cocaína (como los otros) pero haciendo ostentación y defensa orgullosa de su consumo. Es su marca de fábrica, su etiqueta de denominación de origen.
Pasean su condición de famosos-progres en mil escenarios, sobre todo allá donde haya mucha cámara y mucho fotógrafo. Visten de marca, pero de forma desarreglada, como el que ha cogido lo primero que ha encontrado en el armario. Sólo se afeitan cada cuatro o cinco días, y nunca para ir a una entrevista televisada. Manejan cuatro frases ocurrentes sobre la actualidad política y social. Se retratan con niños hambrientos en África o mujeres maltratadas en Afganistán, pero luego vuelven a su casa en la Moraleja, junto a los otros vecinos famosos pero no progres.
De vez en cuando, sufridos ellos y ellas, viajan en metro o autobus urbano, para que el pueblo los vea y admire en su condición de sencillos. De camino pueden quedarse en alguna de sus fiestas exclusivas, en salas exclusivas de hoteles exclusivos.
Qué majos, que bien huelen, qué divertidos.... qué guais!!!!!
De vez en cuando, conviene detenerse en el camino y volver la mirada hacia atrás para contemplar con la suficiente objetividad el pasado más inmediato. Si lo hacemos con la historia reciente de este país, convendremos en aceptar que, a grandes rasgos, hemos avanzado bastante en estos últimos veinte o treinta años.
España ha dejado de ser aquella especie de cuartel maloliente administrado por codiciosos curas y militares de taberna; ha dejado de ser un país sometido al raquitismo intelectual mediante la jibarización de mentes y almas. Nuestra atrofia intelectual, espiritual y moral proviene de aquellos tiempos, que para algunos no han terminado.
Lo cierto es que este país parece haber salido de aquel oscuro tunel y su sociedad es hoy una sociedad dinámica, sometida a las grandes contradicciones de todas la sociedades modernas, alejada de planteamientos doctrinarios inflexibles e infantiloides, alejada del control de los púlpitos y con la mejor formación académica e intelectual de toda la historia. Otra cosa es el cómo se aproveche esa ventaja respecto a tiempos pretéritos y cómo se vivan esos avances sociales indiscutibles.
Las tensiones entre la oligarquía, siempre dispuesta a controlar a las masas para su propio provecho, y los intentos de algunos grupos políticos por someter a la población a un proceso de vuelta a las cavernas, no han tenido éxito hasta ahora. Pero las alternativas tampoco han conseguido un mayor apoyo. Digamos que la sociedad española, como toda buena sociedad burguesa que se precie (sobre todo si hace poco que disfruta de los dulces placeres de la burguesía), está ahora lamiendo la miel y se olvida de las heridas. Esa miel se administra a diestro y siniestro a través de la Televisión y los medios de comunicación de masas, a través de un sistema educativo que iguala por el lado de la torpeza y la vagancia, y, sobre todo, a través de la publicidad. Somos y nos comportamos como los nuevos ricos cuando llegan por primera vez a la urbanización de lujo.
Los diferentes gobiernos, según el color del collar que lleven al cuello, admitirán más o menos derechos civiles para los ciudadanos, serán más o menos estrictos en determinados temas (sobre todo aquellos que dan más votos en las elecciones) pero no osarán matar a la gallina de los huevos de oro.
En nuestras manos está saber y decidir qué haremos con esa herencia, con ese asombroso pero insuficiente cambio experimentado por la sociedad (y por tanto por la mayoría de sus individuos) en los últimos años. La responsabilidad no es de los demás. Es nuestra y tenemos el deber de ejercerla, porque de no hacerlo, otros aprovecharán la ocasión para hacer su particular agosto y vendernos un mundo que no deseamos.
Las clases y las categorías sociales están para algo. No sólo hemos de vivir con arreglo a ellas durante nuestra más o menos prolongada vida, sino que también nos llevamos las etiquetas a la tumba. Y si no, que se lo digan a los pobres nepalíes que han sido asesinados por terroristas en Irak. Nadie había hablado por ellos, ningún medio de comunicación en Occidente prestó demasiada atención a la noticia, ningún organismo internacional denunció la brutalidad de dicho secuestro. Y ahí están, en fila, en una fosa, acribillados y muertos como si no fueran nadie.
Por supuesto no son ciudadanos ocidentales, no son norteamericanos, ni franceses, ni periodistas. Eran simples trabajadores que fueron a Irak para ganar algo de dinero y mandárselo a sus familias en Nepal. Eran cocineros, albañiles, conductores, nada más. No eran soldados, periodistas, médicos, reporteros, políticos, personal de la ONU o de Cruz Roja. Eran ciudadanos de un pais de segunda categoría que no cuenta para nada en los foros mundiales y eran ciudadanos de segunda categoría en la escala social mundial. Su muerte ocupa un espacio pequeño en un periódico o un informativo televisado.
Lástima de no haber estudiado otra carrera o de no haber nacido en otro país. Al menos el entierro hubiera sido con honores.