El peso de las horas es variable, como incluso lo es también su duración. Las horas transcurren lentas mientras, sentados en el pupitre, esperamos que suene el timbre que anuncia la salida en una lluviosa tarde de nuestra infancia. Las horas vuelan cuando gozamos de las caricias de la persona amante, pero parecen no moverse cuando esperamos que la persona amada llegue a nuestro encuentro. Recordamos los años cumplidos, pero no recordamos practicamente ninguna de las horas concretas ya vividas. Algunas veces me pregunto qué hacemos con las horas, por qué las dejamos pasar tan frívolamente, sin apreciar sus cambios de luz a lo largo del día y de las estaciones, su olor diferente (las horas de la mañana huelen a sueño y café; las de la tarde a hierba y música; las de la noche a placer y amistad).. Nos olvidamos de sentir su vida precisa, su naturaleza única e irrepetible, que las hace diferentes unas a otras. ¿Acaso las siete de la tarde de hoy es una hora igual a las siete de la tarde del pasado sábado? ¿se parecen en algo las siete de la tarde de las once de la mañana? ¿vale lo mismo una hora temprana de mañana de verano que una hora cadenciosa de tarde de invierno? ¿Puede una hora dividirse en dos mitades exactas como una naranja o tiene cada mitad un sabor distinto? ¿suenan igual los minutos del primer cuarto de hora que los del último?
Se nos olvidan las horas y se nos olvida su propio valor. Tan solo el dolor y la muerte nos avisan de nuestro olvido, aunque casi siempre demasiado tarde.
Cada día parece más habitual la consideración de que todo es relativo. Siempre, en mayor o menor medida, hemos pensado que las circunstancias concretas, la situación personal, el contexto (social, político, cultural, etc.) hacían entendibles y justificables determinados acontecimientos, sucesos o formas de proceder. Pero hoy podemos sustituir el determinados por el todos. No es cuestión de refutar teóricamente el relativismo, sino de analizar las consecuencias que puede tener, en el acontecer diario, mantener postura tan aplaudida en nuestros días. Sostener el relativismo de forma general supone la justificación de cualquier cosa y dar entrada subrepticiamente al egoísmo más generalizado, pues implicaría prácticamente la imposibilidad de la aceptación de ningún principio o norma que regule la vida en sociedad. Si la convivencia es posible de una forma pacífica, al menos en parte, es porque se aceptan o se nos imponen ciertas normas que se suponen preferibles para todos, independientemente de los individuos, los momentos o las situaciones a considerar. El relativismo es peligroso porque supone, en gran medida, que todo vale, incluso cuando lo hace el otro y me perjudica. En ese momento, es decir, en el momento en el que lo que hace el otro me perjudica, es cuando el relativista reclama en su auxilio la ley, el derecho, por supuesto, olvidándose del derecho que tienen los demás a ser tan relativista como él. El contexto, la situación o las circunstancias pueden llegar a explicar muy coherentemente cualquier acto humano, por salvaje que nos pueda parecer. Por supuesto que no todo puede ser blanco o negro y que hay muchas gamas de grises. Lo que me llama la atención es que el fondo de armario de nuestro espíritu esté lleno de grises pero que en el fondo de armario del vecino, con el que a veces compartimos incluso la lavadora donde todo lo lavamos, sólo admitamos el blanco inmaculado o el fúnebre negro. A esto lo mal-llaman relativamente- en mi pueblo, la ley del embudo, pues una ley que se preciara de tal, merecería comparación más noble.
El rival de Odyseo
Uno con la edad se vuelve más impertinente y pierde la paciencia con mucha mayor facilidad. Así, al conocer sobre la negativa de las más cotizadas modelos a pesarse antes de desfilar por la pasarela Cibeles, mi hígado se ha puesto las pilas y ha empezado a fabricar bilis de forma imparable. Aducen las susodichas que eso de someterse al dictamen de una balanza es humillante, olvidando las mil humillaciones a las que a diario se someten para pasear sus desnutridos cuerpos por una plataforma elevada entre la mirada atenta de los gurús de la moda expertos en vender la nada. Encuentran las pobres humillante tenerse que pesar como las antiguas esclavas en el mercado y se olvidan que ellas son esclavas voluntarias de las etéreas geometrías corpóreas que los diseñadores y modistos inventan y deciden para ellas. Su falta de una adecuada ingesta de alimentos o el exceso de cocaína esnifada por sus lindas naricillas les hace olvidar, probablemente, que permitir que las paseen por medio mundo medio desnudas, famélicas y ojerosas debería estar penado por el Tribunal Internacional de Derechos Humanos y que sus managers, progenitores y demás explotadores cercanos deberían estar todos dispuestos a pasar una buena temporada en la cárcel por ser unos negreros muy modernos y unos proxenetas de diseño que venden la infancia y salud de sus hijas por cuatro duros. Son esclavas, sí, de unos valores perversos que ellas mismas han asumido y que pasean con orgullosa obscenidad en cada desfile. Son las esclavas de la talla 34, misses de la miseria moral que nos acecha, frágiles modelos del vacío.
Admitir que en el mundo tiene que haber de todo parecía una perogrullada hace tiempo, pero da la impresión de que hoy esto no parece tan evidente, incluso a nivel astronómico ya vemos como le ha ido a Plutón por no dar la talla. Por supuesto que en el mundo hay de todo, pero la forma de considerarlo y los criterios que utilizamos para ello tiene como consecuencia que la parte menos vistosa o espectacular quede al margen de lo considerado real. En las grandes cifras de la macroeconomía no aparecen nunca los sacrificios, la entrega y el esfuerzo de aquellos que hacen posible todos esos informes y que no son otros que los abnegados ciudadanos y trabajadores. Por no hablar de esa insignificancia numérica que son las dos terceras partes de la población mundial cuya grosera preocupación es buscar qué llevarse a la boca cada día. Hace años aparecía una noticia cuyo titular rezaba más o menos así: La obesidad será una enfermedad mundial en los próximos años. ¿Para qué mundo? me pregunto yo, cuando la mayoría del mundo muere de hambre. Nuestros políticos no ignoran esa realidad, y en la línea que venimos señalando, ante ello se conforman con grandes discursos, efectistas foros de debate pero nulos, y efectivos gestos que palíen la situación. Los criterios que regulan nuestras relaciones interpersonales a veces parecen obedecer también a esa ley que busca sobre todo impresionar, confundiendo no pocas veces la ética con la estética, donde pesa más el rubí, la esmeralda o el topacio el día de la madre o de los enamorados, por poner un ejemplo, que la mirada cálida y el sacrificio doméstico en el caminar diario. Y qué decir si nos referimos a otros ámbitos como los de la cultura, en los que la tiranía de los números, ventas, inversiones, etc, han sustituido el significado genuino del término. La penúltima corrupción de la misma es la utilización del lenguaje, elemento cultural por excelencia, en el que caben expresiones tan absurdas como metrosexual para referirse a no sé que condición y medidas. Tengo la impresión de que mi reino no es de este mundo, tan grande todo él.
El rival de Odyseo
Si algo ha ocupado a los hombres a lo largo del tiempo ha sido intentar encontrar una respuesta al misterio que supone su propia forma de ser. La condición humana ha sido definida de muchas formas, seguramente todas ellas ciertas, aunque parciales. Tal vez cada ser humano sea un resumen de la especie humana, tanto de sus logros como de sus posibilidades, así como de sus miserias. Y sin embargo, el cómo se sitúa cada uno ante esa realidad es precisamente lo que nos hace al mismo tiempo tan iguales y tan distintos, y lo que nos lleva a pensar que sea perfectamente lícito hablar no de una sola condición humana sino de varias, en función de cómo realicemos esa supuesta misma naturaleza. Un vistazo a nuestro entorno más próximo nos permite apreciar hasta en los detalles más pequeños, estas condiciones tan diversas. Perplejo se queda uno al contemplar las formas tan distintas de comportarse de individuos -¿todos humanos?- en un atasco de tráfico cuando acudimos al trabajo por la mañana, así como ante el recibimiento tan dispar por parte de nuestros compañeros de faena, o cuando en nuestro equipo de trabajo encontramos seres de todos los pelajes, desde aquel que tiene que tenerlo todo planificado al otro que lo deja todo para última hora, o aquel que tiene que dirigirlo todo frente al que no tiene iniciativa alguna. No digamos ya cuando, al final de la dura jornada laboral, tenemos que hacer cola en la pescadería y con lo que allí nos vamos a topar. Agotado ante la constatación de tanta diversidad, acude uno al hogar, -dulce hogar- esperando encontrar descanso y sosiego en lo que se supone más afín, pero no has puesto los pies en el felpudo de la puerta y la perplejidad se convierte en inquietud cuando compruebas que los tuyos parecen extraterrestres cuando tú, que no dejas nada en el plato, oyes por todas partes esto no me gusta, cuando tú, que perteneces a aquella generación de antes la obligación que la devoción, constatas que nadie tiene obligaciones y que las devociones adquieren la condición anterior, cuando tú, que te tomas en serio la educación de tus hijos y no les pasas ni una, observas que tu compañera, que se la toma con la misma seriedad se lo consiente todo. Para poner fin a una agotadora semana llena de perplejidades decides tomarte el Sábado y el Domingo con tranquilidad disfrutando de la música, los libros, etc., y mientras intentas gozar de un feliz sueño otros intentan gozar de la calle con sus ruidosos ciclomotores, mientras te abrazas a un cuerpo amigo a la luz de la luna otros han decido apalear un cuerpo enemigo a luz del neón.
Lo peor de todo, o lo mejor, según se vea, es que cualquiera de nosotros, en cualquier momento, puede reconvertir su condición y considerarla igualmente humana. ¿Pero lo sería, en realidad?
El rival de Odyseo
Contemplar mujeres desnutridas sobre una pasarela atrae a una sociedad que se muere de sobrepeso. Someter y vejar a las mujeres obligándolas a taparse con velos y burkas goza cada vez de más adeptos.
Ahora dicen que la solución para muchos problemas de la pareja pasa por buscarse a un tercero y hacerse un trío.
La Iglesia no quiere a los homosexuales, ni a los divorciados, ni a los comunistas, ni a los pobres, ni a los enfermos de sida, ni a los drogadictos, ni a los ateos o agnósticos, ni a las mujeres. ¿A quién quiere la Iglesia?
La inmensa mayoría de los curas y monjas del mundo occidental desarrollado se habrán muerto de viejos en pocos años. ¿La resurrección se convertirá en un reciclaje?
La mayor parte del crecimiento económico de los últimos años en nuestro país se debe a la mano de obra de personas inmigrantes a las que nadie quiere. La Iglesia tampoco.
Los gobiernos quieren controlar a sus ciudadanos incluso antes de nacer, sobre todo si se estima que van a ser pobres y delincuentes. ¿Aborto selectivo mejor que educación? ¿Efecto colateral de haber inventado la guerra preventiva?
La educación no le importa a nadie y menos a los gobiernos.
Los bancos todos los años multiplican el porcentaje de beneficios por 50. ¿Sabrán que así no van a entrar en el reino de los cielos? ¿Se habrán hecho todos calvinistas?
Millones de vacas subvencionadas pastan por nuestro continente mientras millones de personas mueren de hambre en el resto del planeta. Esas mismas vacas están atiborradas de antibióticos para prevenir cualquier enfermedad antes de ponerlas en la sartén; miles de niños y personas mayores mueren en el otro mundo por falta de atención sanitaria y de antibióticos.
Los occidentales desarrollados gastamos más dinero en nuestras mascotas que todo el presupuesto de la ONU para paliar el hambre en el mundo.
Aquí solo contamos nosotros y nuestras mascotas, el resto se descarta.
¿Este es el modelo de civilización que queremos?
Mañana comienza mi vuelta al trabajo después del merecido descanso estival y la verdad es que me veo como un bicho raro, al menos si hago caso de las encuestas y noticias que año tras año aparecen por estas fechas: aquellas que hacen referencia a la llamada depresión postvacacional. Yo pensaba que después de la depresión postmundial de fútbol los españoles quedaban vacunados contra cualquier otro acontecimiento que pudiera provocar todo ese complejo conjunto de síntomas que suponen la vuelta al trabajo para unos y al colegio para otros. Pues no, no sufro el famoso síndrome. Y la verdad es que empiezo a estar preocupado, porque pese a ser un gran futbolero, tampoco pillé el del Mundial. ¿Estaré enfermo?: ¿Un enfermo que disfruta de su trabajo? ¿Un enfermo que goza practicando deporte regularmente, -pese a perder siempre-, y que los triunfos de Casillas, Pujol, Torres y compañía le traen sin cuidado? No quiero frivolizar la cuestión, pues imagino que hay casos en los que existen motivos para encontrarse en la situación mencionada. Pero esto me lleva a pensar que algo va mal, cuando, al parecer, es tan generalizado. Algo va mal cuando el trabajo, que debería ser una fuente de realización personal como ninguna otra, y por tanto una herramienta de plenitud, se convierte en motivo que desequilibra, que causa malestar, que nos hace enfermar. Algo va mal cuando muchas de estas personas resulta que, según las mismas encuestas, tampoco disfrutan de sus vacaciones como sería deseable. Qué decir de aquellas personas que, según parece, además de enfrentarse al trabajo, además han de enfrentarse a un divorcio o una separación como consecuencia de un verano movidito.
Recomiendan los expertos, para evitar tan trágico momento, no pasar bruscamente de las vacaciones al trabajo y dejar unos días de transición de un momento a otro, o si esto no fuera posible, continuar con algunos hábitos veraniegos, -como el vermut del mediodía, las cervecitas de por la tarde o las copas de por la noche-, durante las primeras semanas de trabajo. Como estoy realmente preocupado por mi salud, y no quiero caer enfermo, yo pienso mantener estos hábitos durante todo el año. Incluso para evitar el divorcio un año más, este verano he mandado a mi santa durante un mes a Alemania para que me trajera la auténtica cerveza que garantice nuestra unión. Os lo recomiendo, con esto evitaréis también a la suegra.
El rival de Odyseo
El Arte siempre ha cumplido un papel social, además de estético. Ha servido para engrandecer a faraones o para hacer propaganda del poder terrenal y divino; lo han utilizado para dar a conocer nuevas y viejas ideas, sobre dioses y héroes, sobre religiones e historias, sobre leyendas y vidas. El arte es sobre todo una forma de comunicación. Hace poco más de un siglo, todas esas funciones se vieron sustituídas por un deseo casi irrefrenable de provocación. El objetivo de cualquier artista que se preciase era escandalizar a un público burgués y más bien mojigato. Así nacen las llamadas vanguardias históricas.
Hoy todavía queda algún iluso que trata de seguir esa línea cada vez más dificil del escándalo con más pena que gloria, provocando en el público un sonoro bostezo cuando no una simple sonrisa de condescendencia. El pobre aun no se ha dado cuenta de que la posibilidad de provocar escándalo ha terminado por extinguirse en una sociedad donde ya no existen dogmas que profanar, conviciones sagradas que pisotear ni valores que subvertir.
El único código contra el que se puede ir es el de lo políticamente correcto y ningún artista está dispuesto a atacarlo porque sería lo mismo que morder la mano del que les da de comer. La mayor parte de los artistas viven cómodamente instalados en los pesebres que el poder les ha preparado y ninguno osa contravenir a sus dueños puesto que eso les supondría la condena al ostracismo. Ya pasaron los tiempos en que los artistas se ufanaban de ser unos proscritos sociales y de vivir a la intemperie de los márgenes. Hoy el artista sabe que en esos márgenes no existe vida, así que prefiere la mansedumbre políticamente correcta que le lleva a comulgar con las consignas que administra la supuestamente culta beatería oficial.
Muerta la vía del escándalo, ya solo le queda al artista la posibilidad de la mamarrachada sofisticada, la pirueta efectista y el reclamo publicitario. Como el público mayoritario ha perdido las claves para interpretar el arte actual, el artista se encuentra libre para colar por la puerta de delante las chorradas más desquiciantes, chocantes e inofensivas. Los museos y galerías se muestran cómplices y preparan muestras antológicas cuyo mejor valor es que solo tienen fachada. Tras lo cual, ya solo falta el crítico de turno para elucubrar tres o cuatro sandeces de fervorosa perplejidad y estupefacción ante la creación de semejantes engendros, y tendremos el mejor retrato del arte contemporáneo más actual, con pocas y honrosas excepciones.