Me voy de vacaciones. Me arriesgaré a coger un avión pese a que en el pasaje pueda viajar un perturbado (por la religión o cualquier otro alucinógeno de síntomas terroristas) y decida poner fin a mis viajes de forma radical. Me someteré a los dictados y manoseos de esos aprendices de torturadores que han colocado en los controles de los aeropuertos y, armado de infinita paciencia, no me acordaré de la familia de ninguno de ellos. Todo, porque creo que a mi vuelta, todo, y digo todo, habrá merecido la pena. Porque a mi regreso, allá en Septiembre, nuestros políticos habrán aprendido las lecciones necesarias para que el nuevo curso político no tengan que repetir asignatura. Posiblemente para ese entonces, el estatuto catalán ya habrá dejado de ser noticia y el implante neuronal de Acebes habrá surtido su efecto. Estoy seguro que los israelies ya habrán dejado en paz a los civiles libaneses, los de Hezbolla ya habrán agotado sus reservas de cohetes de feria, Bush seguirá dormido en su rancho tejano soñando con la muerte de Fidel y Bin Laden habrá comprendido que el mejor camino es el místico y se retirará al desierto a meditar sobre lo caduco de la vida.
A mi regreso habrán bajado los precios de la vivienda y del barril de petroleo, habrán desaparecido los incendios en Galicia y cualquier otro rincón de este país donde abunden los tarados dispuestos a prender la llama y salir corriendo mientras el culo se les hace cocacola. Volveré a abrir los periódicos y podré leer información veraz e independiente. Encenderé el televisor y disfrutaré de programas de elevado nivel cultural y buen gusto. Saldré a la calle y ya no veré a nadie más en chanclas en la cola del banco, qué digo colas, ya no habrá colas ni en los bancos!!!!
- Odyseo!! Odyseo!!!
- Qué? qué?
- Despierta, que te tienes que ir a trabajar y llegarás tarde!!!!!!!!!!
Dulce es aún la luz para los ojos
que se asoman a ver
si ha cambiado algo en el desierto,
donde el viento pasa y abandona
al viejo arbusto que aun resiste...
(A fuerza de ver todos los días la luz
hemos perdido la conciencia de su milagro,
la capacidad para distinguir sus tonalidades
diversas, múltiples, cambiantes;
la paciencia para admirarla tranquilamente,
para saborearla junto con el aire
y para recordarla junto a los otros
momentos de la memoria)
Uno de los prejuicios más extendidos consiste en imponer a los demás una etiqueta referida a su identidad, una etiqueta unívoca y por tanto abstracta, irreal y equivocada. Aparentemente el objetivo que persique tan mayoritaria costumbre es la de entender el mundo que nos circunda y a las personas que nos rodean. Necesitamos ubicarlas y por eso las clasificamos, ordenamos, imponiéndoles una apariencia mentirosa y abolimos toda su compleja, rica y singular personalidad individual.
Las identidades colectivas no existen y poner una identidad-etiqueta a alguien es la mejor manera de des-conocerlo. Existieron esas identidades allá en la prehistoria de la humanidad, cuando el grupo vivía en un mundo lleno de misterio, incontrolado y peligroso. El individuo entonces era una parte más del grupo, del clan, que le protegía y le permitía sobrevivir. Pero gracias a nuestra inteligencia aplicada al progreso del género humano, nos hemos ido deshaciendo de esa carga de animalidad y nos hemos ido separando del clan y hemos ido afirmando nuestra propia singularidad, hecha de una identidad múltiple que no se agota en una nacionalidad, una profesión, un estado civil o una opción sexual determinada, sino que se compone de muchos ámbitos distintos, de facetas múltiples, de rasgos complejos y profundos. En ese momento, la identidad colectiva oculta más que muestra, ignora más que enseña, excluye más que suma y cercena más que ayuda a crecer.
Porque además, la identidad no es algo estático y eterno, sino cambiante, dinámico y fluido, que se transforma a lo largo de la vida. Y eso les pasa a todos los seres humanos, incluso a los que creen que solo son miembros de una nación, de una comunidad religiosa o de una raza, aunque les pese.
Hay que vivir combatiéndose, la única manera que vale la pena, aunque duela, porque el mundo ya no importa si uno no tiene fuerzas para seguir eligiendo algo verdadero. Por varias razones: por ser dignos de nosotros mismos, como seres humanos dispuestos a dar lo mejor de sí; segundo porque somos seres creados para la búsqueda constante, no para dormir la siesta de la vida en el sillón de nuestra casa; tercero, porque por menos de eso la vida no merece ser vivida. Somos seres que buscan algo que siempre está desesperadamente lejano, algo que no se alcanza de cualquier modo, sino con armas fabulosas. No nos vale nuestro pensamiento descafeinado de occidente y sus potencias gastadas por su propia mentira. No nos vale la cultura adormecedora de los más altos sentidos, compasiva con todas nuestras debilidades. Eso son simples coartadas del animal hombre cuando entra por caminos irreversibles. Solo nos sirve el deseo de alcanzar la unidad-totalidad sin división, entre cuerpo y alma, cuyo fruto es el encuentro incesante con nuestras carencias, la nostalgia dolorosa de un territorio donde nos sintamos libres y naturales. Ese territorio se adquiere, se gana si somos valientes y nos adentramos en los caminos nuevos, sin explorar, con otras brújulas y con otros nombres.
De lo contrario, tarde o temprano nos daremos cuenta de que todo es inútil, que la verdadera condena es el olvido de lo que realmente somos, de lo que fuimos y hemos apartado a un rincón lejano de la memoria con nuestra conformidad vacuna, la alegría barata y sucia del deber cumplido y las vacaciones pagadas.
Hay que vivir combatiéndose, luchando contra el cancer de la desgana, del aburrimiento, de la autocomplacencia, contra el olvido y la desmemoria, contra la razón sin emoción, contra el miedo, contra la vergüenza, la irresponsabilidad, la dejadez, la pereza, el sueño que se convierte en pesadilla. Hay que vivir como si nuestro ser fuese la mejor utopía.