Me pide Odyseo que le escriba sobre música, pero lo que voy a hacer es "desnudarme".
Para empezar diré que la música que más me entusiasma ("aquello que produce exaltación y fogosidad del ánimo") es la música instrumental. El estar atento a la letra de una canción exige una concentración, que al menos a mi, me impide captar la riqueza que supone la música propiamente dicha. Ese gozo que busco en la música sólo me es posible cuando me detengo en ello, por eso no disfruto, propiamente hablando, de la "música de fondo". En cuanto oigo algo noto inmediatamente si puede producir en mí ese gozo o no. Mi sensibilidad, (cada uno tiene la suya) da la impresión de estar especializada en un tipo de sonidos o un tipo de músicas.
En el proceso de la escucha, siempre que puedo, escucho con bastante volumen. Creo que a un volumen bajo se pierden matices fundamentales.
Escuchar música para mi es SENTIR plenamente "todo lo que está sonando en cada instante". Y sentir lo entiendo como LATIR. Por eso cuando escucho música siento que late no sólo mi corazón, sino todo mi ser.
Una experiencia especial y enormemente gratificante es cuando encuentro personas que son capaces de vibrar, sentir o entusiasmarse con la misma música que yo. Entonces la música se convierte en un instrumento que me pone en contacto con una parte de mi, que de otra manera no logro. Es como si la capacidad de sentir se ampliara en cada uno y surgiera una capacidad de sentir distinta, enriquecida. En ese momento se produce un salto cualitativo que va de comunicar a otro mi gusto, a sentir conjuntamente. De ahí, mi afición a regalar música, (puro egísmo). Y ahora, a gozar (que diría Celia Cruz), escuchando música, por supuesto.
El Rival de Odyseo
Antes la vida era un largo proceso que respondía a un plan, a un programa diseñado con cuidado y primor si se quería conseguir una vida cabal. Sin embargo, hoy la vida riñe con los planes y los diseños preestablecidos. No hay una historia encadenada, con un hilo conductor, sino una batería inconsistente y azarosa de sucesos, muchos de ellos desatinados o furiosos, como pelotas lanzadas contra un muro. Se reemplaza así la vida como proceso organizado por el instante. Los cambios vitales son hoy en día tan rápidos que apenas nos permiten adaptarnos al primero cuando ya tenemos encima el siguiente. Y eso es así porque no ocurren sobre la dificultad de un largo proceso vital trabajado con el esfuerzo y el tesón de la voluntad, sino que ocurren más por el efecto azaroso del francotirador asombro, sin antes detectar el más mínimo indicio ni después dejar huella o excusa de su presencia.
Ya no vale labrarse un futuro, porque el futuro es cada vez más incierto y menos prometedor. La vida se reinaugura todos los días, como la lotería, buscando sortear los meteoritos que caen a nuestro paso y alrededor, imposibilitando de facto la expectativa de seguir un determinado modo de vida. A cierta altura de la biografía, sin que importe demasiado la edad y sí las adversidades, decir el año que viene suena a broma fácil. Un día es toda la vida y cada hora puede transformarme en un ser distinto. Visto así, sólo el plazo de un mes ya resulta ingobernable y poco práctico. Cuando desaparece la perspectiva de un amplio horizonte, lo que deviene es la absoluta ceguera. Porque tener todo delante y de inmediato, más que aclarar, lo que hace es impedirnos la visión certera. Si todo es instantáneo tras el muro de nuestro corto plazo, lo que nos espera siempre nos sorprenderá y nos cojerá sin preparación alguna: una ruptura amorosa, un problema de salud, una falta de conciencia, una decisión crítica. Viviremos sin miedo, porque no tendremos temporalidad, pero viviremos sin más historia que lo que dura un telediario. Quizás por eso, aunque solo sea por eso, la historia, la de cada uno, bien puede merecer la pena.
Cuántas veces no nos hemos preguntado por qué nos sentimos como nos sentimos en un momento dado y no hemos sabido dar una respuesta a esa pregunta. El mundo emcional es un mundo casi extraterrestre para muchos: inhóspito, secreto, misterioso pero lleno de una fuerza casi incontrolable. Los sentimientos nos dan miedo. Los más racionalistas creen que su razón actúa de vacuna contra los males "sentimentales" pero en el fondo saben que eso es una mentira piadosa que apenas les sirve para tranquilizar a su impotente cerebro, que se ve constante y completamente sobrepasado por el ritmo del corazón.
Cuando les preguntas sobre sus sentimientos, algunos dicen que no sienten nada, mientras que otros se escudan en una supuesta ignorancia y dicen no saber qué es lo que sienten.
Sin embargo, en el fondo, todos sabemos que no es posible no sentir; sabemos que siempre sentimos, en todo momento y lugar; y sabemos que, moralmente, no somos responsables de lo que sentimos. Yo no puedo dejar de sentir lo que siento cuando me enfado con alguien o cuando me enamoro, o cuando siento celos, o envidia, o miedo, o rabia, o tristeza o atracción. Puedo expresarlo o no, puedo expresarlo de una manera funcional o disfuncional, puedo elegir incluso el momento de hacerlo, pero no puedo evitar sentir lo que siento. Más a largo plazo, puedo intentar cambiar mi "programación" mental, para en un futuro sentirme de otra manera ante las mismas circunstancias, pero a día de hoy, sólo puedo sentir lo que siento, porque mi corazón no sabe hacerlo de otro modo. Aceptar los propios sentimientos y analizar su origen hasta el fondo es una gran tarea que cuando se culmina con éxito conduce a un bienestar y madurez muy deseables. Para ello, sólo necesitamos un empujón de valentía, una maleta llena de altas dosis de sinceridad con uno mismo y una tarjeta que nos dé mucha paciencia aunque sea a crédito. Merece la pena.
"El tiempo es una cosa extraña. Pesa más sobre quienes menos lo tienen..." y no hay nada más leve que ser joven. Esa levedad del ser no es exactamente la que describía Kundera, más preocupado por nuestra insignificancia; es la levedad de quien tiene la sensación de que todo, absolutamente todo, es posible para él en este mundo. Uno, cuando es joven siente que ha venido a este mundo para hacer algo grande y nunca piensa en la posibilidad de convertirse en un gris funcionario de la vida, así como también niega la posibilidad de morir algún día. La muerte es algo que ocurre a su alrededor, a veces a una distancia preocupante por cercana, pero que nunca osará rozarle ni un cabello. Con los años, el cuerpo va ganando consistencia terrena para hacernos abandonar, de golpe, el espacio de los ángeles apolíneos y arrastrarnos sin remisión al prosaico terreno de la enfermedad y la decadencia física. Pero todo ello no es nada más que un simple signo, un síntoma que, acumulado a otros signos parecidos, nos recuerdan que la fecha de caducidad cada día está más cerca. Y entonces es cuando sentimos esa terrible ráfaga de dolor que nos derrumba, que nos hunde en una visión del mundo en el que hemos pasado la vida (el barrio, la tienda donde compramos el pan, nuestro pueblo, nuestra familia, nuestros amigos, hijos, amantes, compañeros...) y donde nosotros ya no estamos en él. Y entonces piensas desolado cómo será ese mundo sin tí, quién hará las preguntas que dejaremos sin hacer, qué pasará con las respuestas que no daré ya. Y el tiempo se vuelve entonces irrespirable y pesado como la losa que nos cubrirá....
Andan reunidos los líderes mundiales y en el desbarajuste de pasillos y despachos, los trileros de la política hacen su peculiar agosto. Algunos, más descarriados o perdidos, aún reclaman unas reformas profundas que concedan a tan alto e inútil organismo la eficacia de la que nunca ha podido hacer alarde; hablan de alianzas y civilizaciones, imbuidos de una luz serena, como de catarsis colectiva. Otros, en cambio, desconfían de esos gestos y tras los obligados brindis a un sol que cada día se parece más a una lámpara de gasoleo, acuden a las alianzas con sus enemigos para seguir manteniendo sus privilegios planetarios. Nihil novi sub sole.
Los dueños de la baraja, sin embargo, no parecen preocupados por esos pequeños asuntos que pueden conducir a toda la Humanidad al desastre y la extinción: el cambio climático creen que es solo cuestión de coger el mando a distancia y ajustar la potencia del aire acondicionado de sus despachos; la escasez de recursos energéticos (petroleo) les produce risa mientras, parados en el semáforo, esperan el momento de pegar un buen acelerón en su cuatro por cuatro; el avance de la deforestación en el Amazonas, se la pasan por los bajos mientras llevan a su prole a el McDonald más próximo; la extensión imparable de la desertización les produce risa sentados en los despachos desde los que venden y compran la madera de sus incendios.
Quizás por eso luego a alguno se le queda cara de póker cuando contempla desde el aire el efecto de un huracán sobre la vieja Nueva Orleans. Simplemente, eso no está permitido en su casino, donde el tahur jefe juega con las cartas marcadas. Pero lo cierto es que los avisos son así de crueles y de claros.
O aprendemos ahora o pronto no habrá ni escuela.
Conforme pasan los años voy acumulando preguntas y desprendiéndome de certezas. Si eso es así con el común de las cosas, cuánto más cuando se trata de los asuntos del corazón. Hay una pregunta recurrente que me hago cada tres o cuatro días desde hace años (sí, ya sé, soy un poco torpe además de cabezota). Es como mi particular purgatorio pero aún no sé de qué culpas me expía. La pregunta en cuestión versa sobre el amor. No sobre un amor en particular y concreto (cuya respuesta tampoco es que sea fácil), sino sobre el AMOR con mayúsculas, ideal y abstracto (si es que eso existe). ¿Qué es el amor?
La respuesta... las respuestas, mejor dicho, han ido cambiando a lo largo del tiempo. A veces solo necesito que pasen unas horas para tener una nueva experiencia que me hace modificar mi idea sobre el amor: el gesto de una pareja de ancianos en la cola del hipermercado, un padre ayudando a montar en bicicleta a su hija pequeña. Sigo sin saber muy bien qué es el amor... esa clase de amor de la que hablo. Sé algunas cosas que no es y sé dónde no he de buscarlo porque es muy raro que allí habite. Tengo demasiadas experiencias propias sobre su ausencia o su escasez, aunque cuando las estaba viviendo realmente pensaba que aquello no era otra cosa sino amor. Se me disfrazaba de necesidad y se maquillaba con el deseo; otros días se vestía de atracción y se perfumaba de pasión; siempre buscaba mi lado débil, incompleto y disfuncional para tratar de encajar en su hueco y dar la apariencia de algo terminado y perfecto. ¡Cuántas veces me lo creí! ¡Cuántas veces caí en su trampa sintiendo que había llegado al paraíso! En mi egoísmo pensaba que aquello era el amor.
Sigo sin saber mucho más. Pero estoy convencido de que el amor es algo grande... mucho más grande que lo que puede albergar mi estrecho corazón o lo que puede entender mi mente más racional. El amor no pregunta, no pide, no reclama, no alardea ni se muestra remiso. El amor no se oculta ni se esconde, sino que está ahí, delante de nuestros ojos, incapaces de ver tras los numerosos velos que nos ponemos a nosotros mismos con nuestros miedos, con nuestros deseos y nuestras desconfianzas. Lo tenemos delante de nuestras narices y ni siquiera nos damos cuenta. A veces lo rozamos apenas y nos creemos en el cielo, sentimos una felicidad tan abierta que nos descoloca y sorprende. ¿Cuánto más sería si decidiéramos un día entregarnos a él con todas nuestras fuerzas?
A algunos les puede parecer redundante eso de colocar la palabra político seguida del calificativo estúpido, pero yo, por si acaso algún político lee este blog, he preferido la claridad, aunque repetitiva, al estilismo narrativo. Vemos continuamente, sobre todo en el partido de la oposición (para eso son inmovilistas o conservadores, como se prefiera), pero también en el resto de partidos, declaraciones y comportamientos que solo pueden responder a la obcecación unidimensional que repite estúpidamente el mismo mensaje desde hace meses. Tales comportamientos son adecuados y normales en las más tiernas etapas de la vida, cuando aún el desarrollo formal del pensamiento está en sus inicios, pero resulta preocupante cuando se avanza algo más en la edad y, absolutamente alarmante o sobrecogedor, cuando se supone que ese proceso madurativo de las funciones cerebrales e intelectuales ya hace años que debiera haber acabado.
Así, uno mira el panorama, observa a nuestros insignes representantes de la voluntad popular, a nuestros gobernantes, parlamentarios, munícipes, y se le viene a la memoria la época del colegio, cuando dentro del aula, los alumnos más gamberros se sentaban en la última fila. Y es que nuestros políticos (y cuando digo nuestros quiero decir los de todo el planeta: la globalización también alcanza a la estupidez) se parecen mucho a esos matones de la última fila de pupitres, empeñados en que todos les rieran las gracias, les dieran el bocadillo del recreo y que el profesor nunca pudiera dar la clase para que nadie aprendiera. Ahora ya podemos suponer en qué pupitre se sentaba Bush, suponiendo que pasara por la escuela.
¿Cuánto esfuerzo se ven obligados a dedicar las autoridades para combatir los saqueos y la violencia ante una situación de desastre nacional como la que vive Estados Unidos en estos días?
¿Se imagina alguien que en nuestro país la policía o el ejército se viera obligada en una situación de emergencia parecida a vigilar con fusiles a la propia población afectada en vez de ayudar en las labores de evacuación, distribución de alimentos, salvamento, etc?
¿Es normal que en las calles de Luisiana la gente se dispare con pistolas para conseguir gasolina o para defenderse del ataque de unos saqueadores?
¿Qué tipo de sociedad es aquella en la que los ciudadanos, a la mínima ocasión, se lían a tiros unos con otros, se roban, se atacan, burlan las normas de convivencia más elementales y se comportan como salvajes?
¿Por qué en situaciones similares, en otros países la gente se ayuda en vez de atacarse?
¿Puede un país así sentirse moralmente como el sheriff del planeta e invocar su modelo social como modelo exportable a otros países?
¿Se puede permitir que las autoridades estadounidenses, ante tal desastre, casi se limiten a invocar el nombre de dios como único recurso de salvación?
¿Son ellos mismos culpables de tal situación?