La semana pasada acudía mi hija a unas actividades extraescolares organizadas por Cruz Roja Juventud que consistían en distintas charlas sobre el consumo de drogas y alcohol, seguridad vial, etc. pero para nada de sexualidad. Al finalizar la jornada y como muestra de gratitud a los escolares tuvieron un pequeño detalle y les obsequiaron con un regalo, que tuvieron que elegir entre un preservativo o un juego de destrezas mentales. Por supuesto, mi hija optó por el juego, faltaría más. No, no me hubiera escandalizado si aparece en casa con el preservativo. Tendría que ser muy cínico e incoherente para ello. Digo lo de por supuesto porque de haber aceptado el preservativo seguro que no lo hubiera dicho, como la mayoría de sus compañeros. Lo que si me escandaliza es la desfachatez de las instituciones que organizan algunas de estas actividades. ¿O acaso me estoy haciendo tan conservador como para no poder equiparar las dos opciones que les propusieron a chicos de trece y catorce años? Porque desde luego la disyuntiva no me parece inocente. A veces tengo la impresión de que lo que se pretende fomentar no es la salud ni el bienestar de los ciudadanos sino divulgar formas de entender determinadas cosas, en este caso la sexualidad, que van más allá de lo que debería ser aceptable democráticamente. Los responsables de la educación de nuestro país confunden el culo con las témporas, como dice el refrán, y más que preocuparles cuestiones como el sida o los embarazos no deseados parece que quisieran que los niños, y no tan niños, follásemos por decreto, saliéramos del armario por decreto, recuperáramos su memoria histórica por decreto, perdiéramos la virginidad por decreto y por supuesto, les votásemos por decreto. Y no, las cosas no van así, o mejor dicho, no deberían ir así. Yo como padre, prefiero darles determinadas informaciones a mis hijos y transmitirles mis ideas francamente, a que les sean impuestas subrepticiamente las de otros, sobre todo porque estos otros quieren menos que yo a mis hijos y me fío menos de ellos que de mi, y ya es decir. Parece que, como ocurriera en tiempos pasados, aunque en sentido inverso, hay quienes tiene fijación con el tema del sexo, que les fuera la vida en ello y que tengan que marcarnos el ritmo coital. Me gustaría que a los adolescentes les dieran alguna charla, alguna vez, sobre algo interesante y más que dirigir lo que tienen que hacer les ofrecieran criterios para que ellos eligieran inteligentemente. Que les dijeran, por ejemplo, que una cosa es el sexo y otra el amor, que se pueden dar el uno sin el otro, pero también conjuntamente, que el sexo es importante, pero que no lo es todo en las personas, que el sexo, como cualquier actividad humana tiene un sentido, como también tiene sus límites, etc.
Mi hija eligió, aunque no sé si inteligentemente. Y llegado el momento, -¡pero qué iluso soy!- si me pidiera consejo, tal vez le recomendaría otros juegos.
El rival de Odyseo
Como bien saben los neurocirujanos, hablar de la memoria es hablar de algo etéreo intangible que nadie sabe muy bien dónde reside y que en todas partes puede estar. Si le preguntamos a un historiador la respuesta casi podría ser la misma. Pero si le preguntemos a un político, su respuesta será siempre el fruto de un proceso sesgado e intencionadamente parcial de selección que justifique su postura ideológica o su mera disposición adicional transitoria.
En este país que se la da de culto, casi cualquiera se atreve a hablar de historia, de memoria histórica, sin que apenas nadie, salvo los especialistas sepa muy bien de qué hablan. Recuperar la memoria no es lo mismo que hacer historia, ni siquiera pretenden que sea sinónimo de reconstruir el pasado histórico. La memoria es como una abeja, lo mismo te regala con el dulzor de su miel que te pica con su aguijón. Solo que la abeja no hace distinciones y regala y pica a todos por igual.
Me parecería bien que los políticos, que en este país saben bien poco de historia, se comprometan a aprender algo de Historia con mayúsculas mediante una ley que obligue a todos a recuperar la memoria histórica, pero sabiendo que para que esta memoria no nos lleve a engaños ponzoñosos ni se convierta en una sarta de dardos envenenados, ha de ser una memoria completa, hasta el final, desde el principio, sin acotaciones, sin límites temporales o espaciales. Porque solo así trabajan los historiadores: el pasado es único y es continuo, y tiene la virtud y el problema de que no se puede borrar. Se puede intentar ocultarlo, justificarlo, tergiversarlo (los políticos nacionalistas - y no nacionalistas - son auténticos especialistas en esta disciplina), pero no se puede borrar. Y por mucha arena que arrojemos encima, acaba reapareciendo como la tumba de un faraón, sin necesidad de leyes.
No me parece mal que se quiera decretar la restitución moral a aquellos que sufrieron los abusos y la represión durante la guerra y después de ella. Poco más se puede hacer por ellos y siempre será a título meramente simbólico por desgracia. No se les puede devolver sus vidas, sus carreras, sus casas, sus familiares, ni siquiera su dignidad y honor (los únicos que perdieron su dignidad y honor son los que no supieron comportarse como seres humanos y de eso en una guerra hay por todas partes; a los demás lo único que le pudieron quitar es la vida y esa ya no se devuelve).
A estas alturas nadie se va a revolver en su tumba, ni siquiera los viejos dictadores que sin miedo al futuro (al contrario que Pinochet) no tuvieron mayor problema en enterrarse de cuerpo entero y no ocultarse mediante las cenizas que seguro el viento arrojará en el ojo de sus enemigos. Que se haga memoria. Pero que se haga, sobre todo, Historia.
Hace tiempo le oí decir a un cura que no se convierte nadie. Y la verdad es que la frase, cada cierto tiempo y en determinadas circunstancias, me golpea la cabeza con la rotundidad de una aldaba, pues si llevamos el pensamiento más allá de la dimensión clerical, cierto es que convencer a alguien de algo es enormemente complicado. Si echamos una ojeada a las relaciones que mantenemos con los que nos rodean nos daremos cuenta que, por ejemplo, nuestra compañera, y después de cientos de argumentos, sigue erre que erre dejando para última hora la preparación del equipaje de vacaciones, y consiguientemente lamentándose durante todo el viaje de los olvidos por su mala cabeza; o que nuestro hermano, que cuanto más esfuerzo ponemos por hacerle ver lo perjudicial que es el tabaco, más empeño pone él en sacarle a las colillas hasta el último miligramo de nicotina; o que nuestro padre, que por más que le insistimos en la conveniencia de una dieta sin grasas, con más deleitación parece saborear esa jugosa panceta a la brasa; o que nuestra hija, que por más de le digamos que los pantalones sirven para vestirse, y que el ayuntamiento ya tiene encargados de la limpieza de las calles, más ahínco pone en convertirlos en abrillantadores del suelo. Y así podríamos alargar los ejemplos hasta cansarnos. Ahora bien, mientras esto ocurre en la distancia corta y respecto a los más allegados, parece suceder lo contrario cuando en lugar de intentar convencer, alguien, y ese alguien puede ser cualquiera, hace la más mínima sugerencia o comentario, para que los cambios aparezcan como por arte de magia. Y de repente, y sin saber cómo, vemos que nuestra consorte entra en una agencia de viajes para preguntar por un fin de semana esquiando, ella , que tiene frío hasta en Agosto; o que nuestro hermano, que no distinguía la velocidad del tocino se convierte en un catador de vinos profesional, o las compañeras de trabajo que siempre habían considerado como marimacho a cualquier fémina que se entregara a la práctica de cualquier deporte que no fuera el ganchillo, como en una iluminación descubren las maravillas del paddel o del billar, según el inquilino de la Moncloa-. Por no hablar de la capacidad de convicción que tienen los mass media para ordenar nuestros pensamientos y conductas.
No sé, tengo la impresión de que razonar, intentar argumentar, son estrategias en desuso, que requieren un esfuerzo que muchas veces no estamos dispuestos a soportar, y de que las razones todas valen igual; que confundimos el derecho a pensar, a razonar o a argumentar que todos tenemos, -faltaría más-, con que los modos de razonar sean igualmente correctos. Y es que no debemos de olvidar el hecho de que aunque todos tengamos la capacidad de razonar, eso no implica que todos sepamos utilizarla.
El Rival de Odyseo
En las noches uno puede encontrarse casi de todo, desde penetradores compulsivos, coleccionistas de coitos, hasta ciertas profesionales del deporte de la entrepierna. No me refiero a las pobres que pasean varices y miserias por las calles y carreteras de la nocturnidad. No, me refiero a esas suculentas modelos, a esas chicas, y no tan chicas, elegantes que acompañan a hombres viejos y grises, de abultadas carteras en bolsa y chofer en la puerta de casa. Esas son las auténticas profesionales que con solo abrir su depilada entrepierna hacen sonar el aparatito lector de la visa oro. Buscan a sus presas con la educación de las hienas y cubiertas con la piel del leopardo o el visón. Son coños de oro, vendidos al mejor postor y no solo por una noche. Su tragedia es que han de trabajar 24 horas al día durante el resto de los días de sus amos, sin vacaciones, ni bajas laborales ni seguridad social. Para esto se casaron. Escritores babeantes y famosos, empresarios del ladrillo y sus alcaldes, banqueros de gabardina y colección de arte, trileros del pelotazo en BMW, futbolistas y trincadores, carteristas de la alta gestión... Ellos son los amos que pasean del collar a sus hermosos animales de pelo teñido y liposucción. Miradlas, continuamente compitiendo con nuevas secretarias, cada vez más jóvenes y mejor preparadas, con becarias de tres al cuarto o con las recién divorciadas de los amigos de su todavía marido. Miradlas, con sus pieles y sonrisas, oliendo a lo que huelen todos los ricos que no saben decir una verdad: su perfume es caro porque es el perfume de la mentira. Una mentira vanidosa, bien-educada y hasta fina, de gimnasio y esteticista, de psicólogos y abogados, de desconfianza y competencia hasta el extremo de no dormir si no es con su valium. Miradlas, en el papel cuché y la prensa rosa, de la mano de sus amos, a las puertas de sus lujosos prostíbulos. Ni siquiera sus perros las envidian.
El 16 de Mayo del 2004 Odyseo escribía un magnífico post titulado Educar para qué. No estaría de más leerlo detenidamente y sacarle punta hasta donde nuestras entendederas puedan, sobre todo en estos días, en los cuales la educación se ha convertido en noticia en las páginas de sucesos de los distintos medios de comunicación. Allí establecía el viejo Odyseo lo que vamos a llamar los 12 mandamientos de su Catecismo educativo, sobre algunos de los cuáles me voy a permitir ironizar un poquito, -eso sí, desde el cariño-. Lo siento, el día no ha dado para más y espero lo entendáis al final del post.
Primer mandamiento: Educar es ayudar a formar una escala de valores
¡Pero es que no se ha enterado el combativo Odyseo que los jóvenes de hoy están sobrados de valores: consumismo, pasotismo, egoísmo, etc. etc! ¿O es que considera que siguen siendo actuales aquellos viejos valores que le hicieron famoso y que le convirtieron en todo un héroe?. Por cierto, ¿qué es un héroe?
Segundo mandamiento: Educar es abrir ventanas
El viajero Odyseo no se entera, tanta batalla con su querido Poseidón le ha sacado de este mundo. ¿Es que acaso no observa a la juventud de hoy frente a un ordenador con infinidad de ventanas abiertas por las que el mundo queda a su disposición con sólo dominar un inofensivo ratoncito?
Tercer mandamiento: Educar para ser, no sólo para saber. Qué tonterías dice usted, Abuelo, bien se nota que ha dejado de tomar sus pastillas. El niño, antes de incorporarse al colegio, donde se supone que le enseñan algo, -sobre todo malo, por supuesto- ya lo es todo: es un angelito, es único, es caprichoso y no sabe matemáticas ni lengua, ni falta que le hace, (geografía sí sabe el niño de hoy, es un niño muy viajado, no como usted, iluso Odyseo), pero sin embargo sabe lo fundamental: sabe que el profesor no sabe nada y que no sabe enseñar. ¿Dónde ha aprendido tanto?
Quinto mandamiento: Educar para ser críticos y autónomos, no sumisos y dependientes. ¿Para qué?, me pregunto yo. Los niños de ahora otra cosa tendrán que aprender, pero autonomía no creo que les haga mucha falta, si se independizaron nada más nacer cuando se incorporaron a esa magnífica institución llamada guardería. Tampoco entiendo muy bien por qué se les ha de educar para ser críticos, si no hay nada que criticar. ¿Usted no se ha enterado que España iba bien y ahora va mejor? La segunda parte de este mandamiento del Catecismo de Odyseo insiste en no educar en la sumisión y la dependencia. Hay que ver qué fuera de onda está su Ilustrísima. Los jóvenes de hoy no son sumisos, sino coherentes (con el sistema) y no son dependientes sino colaboradores. Pero qué mal domina usted los términos, a saber qué educación recibió. Seguro que se educó en colegios de pago, no como otros que nos tocó cantar aquello de Cara al son
o era Cara al sol
! Yo creo que era como ahora Cara al sol que más calienta
.
Dejamos para otro día el Sexto mandamiento, que ese siempre ha tenido su separata especial, y no quiero cansaros y aburriros en exceso.
Bueno, pues todo lo anterior lo escribo desde el dolor, desde el dolor que supone escuchar a un alumno decir que mi actitud en clase no es la adecuada porque me propongo que aprendan y piensen y no sólo que aprueben y porque soy incoherente en mi vida particular. Lo doloroso propiamente no es la opinión que el chico pueda tener, que puedo entender perfectamente, sino que se permita decirlo después de haberse quedado dormido dos veces en clase el día anterior y haber estado durante dos días estudiando otras materias en clase mientras yo explicaba la mía. No hay que negarle a la criatura espíritu crítico. Ojo, la nota media del niño, que en las próximas elecciones podrá votar, es de sobresaliente. Pese a todo, lo mejor de la enseñanza siguen siendo esas criaturas: inocentes, prepotentes, desgarbados, ilusos, protestones, comprensivos, altivos, vagos, trabajadores, llenos de granos, llenos de ilusiones, alegres, tristes, irresponsables. Y siempre buenos, aunque algunos, y sólo algunos, sean unos buenos pájaros.
Sí, querido Odyseo, educar para qué. Estas joyas que tú y yo conocemos tan bien, y que tanto queremos, no necesitan educación. La educación sólo tiene sentido, como bien señalas en tu añejo post, como forja de la excelencia. Pero si estos diamantes, unos pulidos y otros aún por descubrir, han llegado a considerar, o al menos así se lo han hecho ver, al modo de Leibniz, que éste es el mejor de los mundos posibles, y no cabe mayor excelencia, el esfuerzo y el valor para educar quedan sin sentido.
El rival de Odyseo
La vida es ese guión que aparece en la lápida, entre la fecha de nacimiento y la de la muerte. Al final las cuentas siempre cuadran y el balance positivo de nacimientos tiene que terminar cerrando a cero con el de los que han pasado a criar malvas. Por más que nos empeñemos en ocultarle a la señora de la guadaña las arrugas y otros signos que el tiempo va depositando en nuestro cuerpo con cada vez mayor ahínco, al final la lápida hay que cerrarla con todos los datos. El funcionario del cementerio no admite olvido ni corrección alguna. Podemos intentar ocultarnos a su vista, correr a los gimnasios, a las clínicas de adelgazamiento o a las de antiedad (como si se pudieran perder años como se pierden kilos), pero debemos convencernos de que además del dinero y el tiempo no perderemos ni un solo vagón del tren que se dirige hacia el final. En esto, las religiones son como los bancos: te conceden hipotecas a muy largo plazo y te prometen la vida eterna a un interés variable. Claro que las claúsulas son temibles, porque practicamente te impiden hacer todo lo poco que de placentero tiene la vida.
En fin, que quizás lo mejor sea tomarse la cosa cada vez menos en serio, empezando por uno mismo, aunque el guión te salga movido por la risa.