La música es la distancia más hermosa entre tú y yo. Puede haber kilómetros de separación física; tu belleza puede ser invisible en la lejanía, tan solo permanecer en mi recuerdo o en mi imaginación. Pero la música, esa que suena en mi interior cuando te siento, cuando te percibo, cuando te huelo o cuando te sueño, esos sonidos de extraña y dulce melodía, nos atan al uno junto al otro, nos unen mediante un hilo invisible y mágico. Sólo la música nos permite el vuelo inmediato hasta los confines del otro, hasta su cercanía y su presente. La música es el camino y el viaje, es la distancia y el paso, es la voz del alma que añora tu presencia y es la voz divina con la que hablamos.
¿Qué música suena en tu corazón?
Feliz Año Nuevo!!!!!!!!!!!!!!
¿Qué ha contribuído más
a la felicidad de las personas,
las cosas reales o las soñadas?
¿El placer imaginado
o el placer efectivo?
El Rival de Odyseo
Estamos atrapados en Diciembre, el mes del consumo voraz. Rodeados de jóvenes y hermosas papanoeles vestidas de verde, amarillo o rojo, según convenga a la empresa comercial que las patrocina, paseamos estresados por calles atestadas de espíritu navideño. Condenados a entendernos con la familia, aunque solo sea por unas horas, un par de días, todo nos impulsa a reir sin ganas, a festejar sin ánimo y a cumplir con una cadena cada vez más pesada de compromisos.
Navidad como condena, asumida y cumplida hasta las últimas consecuencias. Encadenados a los convencionalismos, a las tradiciones de hace tres días, a los debería de toda la vida, nos sentimos imposibilitados e incapaces de romper el terrible círculo vicioso. Nadie recuerda por qué todo esto ni falta que hace. Si lo dice el Corte Inglés, basta.
Bastaría con que le dedicáramos un minúsculo momento de atención. Un instante en el que consiguiéramos evadirnos de la condena y pensáramos qué queremos ver nacer en nuestra vida en el próximo año, que deseamos profundamente hacer de nuevo con nuestra vida y plantearnos en serio llevarlo a cabo. Bastaría con eso para que, depronto, todo cobrara algún sentido, la celebración, los regalos, la fiesta y la alegría. Bastaría, entonces, con eso, para que ya no fuera necesario tanto gasto de tiempo, de energías, de ganas y de fuerzas, de dinero y de paciencia. Bastaría, quizás, con la mirada, el abrazo, la mano tendida, algún mensaje sorpresa, una sonrisa, una conversación...
Feliz Navidad
Si estuviésemos dispuestos a callar alguna vez quizás las cosas podrían hablarnos. Resulta imposible escuchar nada cuando todo a nuestro alrededor es ruido. Pero aún resulta más triste no poder escuchar nuestro propio sentir, nuestro propio verdadero pensamiento, cuando el ruido está dentro de uno mismo. Somos nosotros quienes permitimos al ruido ocupar todo el espacio, aunque nos quejemos de que nadie nos escucha o de que nadie nos habla. Escuchar al silencio es nuestra tarea.
Recuerdo cierto día que llegué tarde a clase de Estadística en la Facultad (creo que fue el único). El profesor me soltó a bocajarro la siguiente pregunta: ¿Qué es más importante: la verdad, el bien o la belleza? Aquello me produjo una conmoción que hoy, unos cuantos años después (no muchos), todavía me ronda en la cabeza. Aquel tímido muchacho tenía que contestar, no le quedaba otra, sobre todo si quería sentarse cuanto antes y no pasar apuros. En aquel trance, no se le pasa por la cabeza otra cosa que la imagen de su novia. Pues, aunque parezca lo contrario, miel sobre ojuelas. Ya tenía la respuesta:Lo más importante es la belleza. Pero esta respuesta no le sirvió al bigotudo doctor en ingeniería industrial y preguntó: ¿Por qué? De repente el rubio de más de 1.80 se azara y suelta lo primero que se le ocurre. Pues porque la belleza es lo primero que percibimos. Puede sentarse. Me senté, pasó el mal rato, pero la pregunta se sigue moviendo dentro de mí hasta hoy.
Aquella muchacha, que con su belleza me sacó del aprieto me metió luego en otros, pues muchas veces fue ella la que me hizo preguntar sobre la verdad, sobre el bien y sobre la relación de ambos. Sobre la belleza no tengo duda, sigue siendo igual de hermosa que entonces, ¿Quién dijo que la belleza es efímera?
El Rival de Odyseo
Ahora que nos han quitado el limbo de nuestras perspectivas post-mortem, el destino se nos queda mucho más reducido. Como el que más y el que menos, yo ya tenía alguna noción acerca del averno y del edén, incluso de soltero. Del limbo tenía quizás menos noticia, sobre todo porque siempre me encontraba algo despistado. El limbo debía quedar cerca de los Cerros de Úbeda y a la izquierda de la Inopia, por entre las Batuecas. Ahora vas por allí y te cruzas con legiones de almas de niños sin bautizar y fetos despistados. Era como una especie de nube de nadie barrida por los vientos teológicos de la zona. Desaparecido éste, las alternativas son cada vez más terribles. Cielo e infierno van de la mano en ausencia de interés.
Recuerdo a Coetzee que se imaginaba el cielo como el vestíbulo de un gran hotel lujoso, con sillones de piel en un enorme salón de espera, con hilo musical y megafonía para ir llamando a los elegidos a la hora de sentarse a la derecha de Dios (que digo yo que habrá que coger sitio).
Para el infierno, basta recurrir a las miles de imágenes y crónicas con que nos han amenazado desde pequeños, para saber que allí la cola, o es para entrar en la caldera a freírte por un ratito que se te hace una eternidad, o es el apéndice trasero del diablo que te precede y te enseña el camino o el culo, que a veces es lo mismo. Para los frioleros yo siempre recomendaría éste, pues el cielo, a pesar del aire acondicionado y la climatización, debe ser muy frío y aséptico, incluso aburrido si me apuran. Como la consulta de un dentista (con perdón a los dentistas, que yo siempre he considerado que deberían estar todos en el infierno). El infierno, en cambio, goza de mucho más movimiento y variedad. Se suda, pero también se suda en un concierto y el espectáculo merece la pena.
Para mí el problema no es tanto el cielo o el infierno, como el purgatorio. Porque si el cielo es como el Hilton y el infierno como la playa de Benidorm en pleno mes de agosto y toda llena de guiris, el purgatorio debe ser como hacer cola en la caja del hipermercado un día de primeros de mes y víspera de puente; o como ir en el metro atestado de gente, sin sitio para sentarse, apretados unos contra otros, rozándonos, sin intimidad, con calor y sudor y ese olor de aire subterráneo y podrido en un camino que no acaba nunca.
Así que puestos a elegir
.. ¿eh? ¿Ah? ¿Qué? ¡Ah, que no dejan elegir! Pues nada, seré lo que me toque. Allá que nos vemos.
Aristóteles definió al ser humano como un ser vivo dotado de logos, de razón. Desde entonces la razón ha sido considerada uno de los atributos más específicos y eficaces que posee el individuo. Pero ¿qué es la razón? Solemos entender por razón la facultad de pensar reflexiva y lingüísticamente. Ahora bien, el estar dotado de razón no garantiza que seamos racionales, sólo cuando la usamos de una determinada forma, se puede decir que lo somos, de hecho a menudo hablamos de creencias y acciones irracionales. Así pues, racionalidad es una forma de pensar y actuar que presupone un uso determinado y correcto de la razón. Este uso ha de tener como consecuencia el poder dar razones (pruebas, justificaciones...) de lo que se cree, piensa o hace. Alguna de las características del buen uso de la razón, que hemos llamado racionalidad, son por ejemplo la autonomía de la misma, independiente de toda presión externa (prejuicios, supersticiones, tradición, autoridad política...). No menos importante es la tolerancia, considerando sus resultados como revisables y criticables, no aceptados de forma dogmática e incuestionable. Es propio del comportamiento racional un talante crítico y abierto. Un uso adecuado de la razón implica, por supuesto, coherencia (que no se produzcan contradicciones ni incompatibilidades entre varias de nuestras creencias y acciones) y la sistematicidad, es decir, cuando somos racionales tenemos en cuenta nuestras creencias anteriores, de forma que éstas no se dan aisladamente.
Ahora bien, como la vida que nos es dada, nos es dada vacía, el hombre tiene que írsela llenando, ocupándola (Ortega), y se la llenará de miseria o de plenitud dependiendo del uso que haga precisamente de la razón. De ahí la complejidad e incertidumbre de la condición humana.
Diógenes, el Rival de Odyseo
A Dios le debió importar mucho eso del sexo (al menos en eso nos parecemos). Como diseñador, cuidadoso de hasta el último detalle, celoso del acabado final, cuando hizo al hombre y a la mujer, nos hizo absolutamente iguales en todo excepto en esos detalles físicos que nos otorgan el maravilloso don de la sexualidad. Lo hiciera de un golpe (como opinan los antievolucionistas) o en fases sucesivas (como la ciencia y Darwin han demostrado), el resultado no deja espacio para la duda: estamos hechos para el sexo, aunque no solo para ello.
El único problema, y de eso no debe tener la culpa Él, es la Iglesia, empeñada desde sus orígenes en ir contra la obra de Dios. Y si lo del Gran Diseñador fue amor al arte y al puro disfrute por la obra bien hecha, lo de la Iglesia no es otra cosa que una tremenda obsesión por ese "error" del Jefe. Por menos motivos, en una empresa seria hubieran despachado a ese tipo; el caso es que aquí no pueden hacerlo pues hace ya mucho tiempo que lo despidieron.