Cuando el corazón se rompe, pensó, se parte como la madera, a lo largo de toda la longitud del tablón. En sus primeros días en el aserradero había visto coger una pieza de madera sólida, introducir una cuña e imprimirle un pequeño giro. La madera se partía de un extremo a otro, a lo largo de la veta. Era lo único que se necesitaba saber del corazón: dónde estaba la veta. Entonces, con un giro, con un gesto, con una palabra, podías destruirlo.
Julián Barnes. La mesa limón
El rival de Odyseo
...... "Sin música la vida sería un error" F. Nietzsche
(Haz clic para escuchar la música)
El Rival de Odyseo
Y todavía se preguntaba cómo. Cómo era posible que nadie y a tanta distancia pudiera percibir tanto de él. ¿Tan predecible podría ser, o simplemente la pura casualidad?
Nunca hubiera podido imaginar que a través de un medio tan frío y hostil, a veces, se pudieran trabar complicidades.
Se habían conocido a través de esos foros que pululan por todas partes. Medio en broma, medio en serio ya llevaban escritos entre ambos casi un libro. Un par de años de agradable conversación, absurda por otra parte, visto desde la cotidianeidad para muchos.
Correo arriba y abajo, bromas, risas, algún que otro pesar y más de una buena reseña bibliográfica. Todo sin datos personales. No se habían planteado no darlos, pero tampoco eran necesarios entre ellos. No se trataba de amasar referencias aleatoriamente que no llevan a nada en concreto. No hacían falta, simplemente.
Pareciera que se conocían de toda la vida, sin haberse visto ni una sola vez. La amistad, si era posible plantearse tal concepto entre bits y megabytes, había surgido de manera espontánea. Tímidamente al principio, aquella manera de comunicación, fue creciendo in illo tempore. Fraguándose sobre buen anclaje y sobre todo convirtiéndose en cómplice espoleta. No por ello menos agradable que cualquiera normal de presencia física.
Y sin embargo, a los dos les continuaba pareciendo extraño. Falta de comunicación, soledad o cualquier término que muchos expertos opinaban de tales componendas por el medio. No, no era nada de todo eso. Los dos asumían que quizá la forma no era la perfecta, pero el fondo no planteaba resquicios. Había surgido un trato especial entre ambos. Si se podía llamar amistad, lo era, teclado o no por delante.
Quizá ninguno de los dos se había detenido a pensar que al igual que el viento, la amistad, voletea por cualquier rincón, por cualquier instante de la vida, en la forma que ella decide aparecer. Porque en cierta medida, la amistad bien entendida, es una forma como otra cualquiera de sentirse libre....
La chica de los rizos
Somos seres asustados caminando a oscuras, con temor a salirnos del camino que tenemos marcado. Miramos pero apenas vemos. Miramos pero casi nunca a los ojos, solo al suelo, a la sombra que no es el objeto sino solo una forma arrastrada y deformada de él. Llevamos la cabeza llena de ruido y lo llamamos pensamientos; vamos a gatas, a ciegas, heridos de silencio y soledad, huyendo siempre de nuestro propio abismo, ocultándolo en un halo de misterio que no existe. Somos, pero somos una mera copia que se compara a otras copias que caminan a nuestro lado. Somos y no somos nada ni nadie, miramos sin ver, sentimos sin saber qué sentimos. Ruido, mucho ruido, atronador ruido que oculta un silencio aun más atroz, un silencio impreciso, negro, que va dentro y pesa y a veces ruge hasta enloquecernos o hasta dejarnos abatidos, con las alas rotas, la mirada perdida y el aliento frío. Abandonados en lo inhóspito de una vida sin sentido, sin dioses ni más consuelos que el saberse limitados por una fecha que pone fin a tan descabellado proyecto, rotos, grises, muertos que aun palpitan y tienen rastros de sentimientos entre las uñas, anhelantes de una paz definitiva, blanca, de la nada hacia la nada y, en medio, un solo instante, fugaz, vibrante, líquido, definitivo.
Seres rotos de razón, ingrávidos de historia sin rumbo fijo, cuerpos que se aman y se odian simultáneamente, a bocados, sin respiración ni meta, solitarios que fingen su condición en medio de un universo vacío donde ya no cuentan las patrias sino el sueño, el sueño gozoso, placentero, sin control que te insufla vida donde siempre has estado muerto. Dormir, morir, soñar. Cenizas.
Se miró en el espejo y se asustó de su propia imagen. Había pasado largo tiempo desde la última vez que lo hizo detenidamente y lo primero que se le ocurrió fue pasar la mano una y otra vez por el cristal pues no daba crédito a lo que sus ojos veían. La fealdad reflejada, su propia fealdad, le producía tal desagrado que era incapaz de sostener la mirada más que unos segundos. Fue entonces cuando, de manera aparentemente inexplicable, se deslizó una idea inquietante entre el vaivén de pensamientos, creencias y sentimientos que a diario invadían su mente; y no era que en breve cumpliría los cincuenta lo cual significaba que indefectiblemente el declinar de su vida sería vertiginoso, pues aún le acompañaba un vigor físico envidiable además de que el éxito profesional tampoco le era esquivo. Consideró pues, que tal vez las imágenes en el espejo eran la expresión de todos los sentimientos negativos que durante años había acumulado en su corazón y que aparecían condensados en aquel rostro tan cargado de resentimiento, agresividad y odio. Fue justo en aquel instante cuando recordó el gesto de sus padres cuando, en su más tierna infancia, se contrariaban ante alguna trastada suya, o cuando discutían ante sus ojos inocentes. Era aquel recuerdo, -el de sus caras desencajadas, feos semblantes y llenos de ira-, el que le arrojó no ya ante su irreconocible retrato, sino ante su veraz realidad, pues le hizo comprender que se había pasado media vida discutiendo, enfadándose con las personas de su entorno, juzgando siempre a los demás, incapaz de apreciar lo que de valioso había en su vida y en la de sus semejantes.
Delante del espejo, delante de si mismo, mientras mascullaba aquellas ideas y recuerdos notó que su propia efigie se transfiguraba en una sonrisa apenas sugerida, y es que habían acudido a su auxilio los versos que, noche tras noche, cuando los miedos se apoderaban de tan sensible criatura, le repetían hasta devolverle aquella alegría tan contagiosa en tiempos, y que ya en los arrabales de la vida apenas soñada:
Si miras el sol brillará en lo alto,
Brillará si observas que en el
Mundo hay otro mundo para
Amar.
El rival de Odyseo
"Había envejecido como un trozo de carne que se pudre en el estante de la despensa, sin la experiencia de la vida". Así se expresaba William Burroughs para referirse a la vida burguesa de la mayoría de nosotros. Tenemos una sola vida, nacemos con la fecha de caducidad ya puesta en el reverso y, aunque a veces hagamos como que se nos olvida, no hay mayor verdad que la de que algún día tenemos que morir.
Ante ese destino caben muchas opciones, pero substancialmente se resumen en dos: decidimos arriesgar u optamos por conservar, es decir o somos artistas o somos conservadores de museo. El artista es el que arriesga y se equivoca y vuelve a intentarlo por otro camino, de otra forma, y avanza un paso o dos y retrocede otros tantos o uno menos, y se estrella y se rompe y se vuelve a recomponer pero ahora de otra manera. El conservador de museo elige siempre lo menos arriesgado, la estabilidad sin cambios, es el que huye de toda situación crítica, del conflicto y se refugia en una temperatura y grado de humedad estables, fijos, no cambiantes. Cada uno de nosotros elige ser una cosa o la otra.
Desde el momento en que le tenemos miedo a morir, elegimos ya la opción de una vida lo más larga posible. Una vida llena de cuidados, preventivos, paliativos, curativos. Una vida tranquila, estable, sin cambios, sin mayores riesgos que el de saltarse de vez en cuando los niveles de azúcar o colesterol. Una vida para sacar nota, conseguir un mínimo y simple objetivo, profesional o académico, personal o familiar, social, y detenerse ahí, en ese momento, para procurar prolongarlo o conservarlo el mayor tiempo posible. Casi nadie elige una vida arriesgada, intensa o llena de excesos, porque eso implica cambios, riesgos, desequilibrio, aunque, es cierto, procura un nivel de satisfacción y autenticidad mayor.
Tenemos una vida y la sacrificamos por conservarla el mayor tiempo posible. La valoramos más que la propia vida y elegimos morirnos antes que morir. Morirnos en la rutina de la obra hecha, en vez del riesgo del "sin vivir".
Somos vulgares.