Las grandes ideologías del pasado se levantaron sobre el pensamiento fundacional de intelectuales de talla. Fueron evolucionando a golpe de revisionismos e incorporaron nuevas perspectivas para adaptarse a un mundo aceleradamente cambiante. Y murieron por el fracaso, más que de ellas mismas, de los encargados de dinamizarlas y ponerlas en práctica. Hoy, las ideologías prácticamente han desaparecido, incluso en los sectores más activos de la izquierda. En lugar de aquellos grandes edificios del pensamiento político, han surgido pequeños barrios residenciales, cómodos, plácidos y previsibles hasta el aburrimiento. Las grandes ideas, amamantadas por la siempre fecunda ubre de la utopía, se tornan en meros slóganes de campaña que cualquier tonto repite como la ocurrencia del siglo. Se confunde la izquierda con la derecha, el progresismo con la excentricidad y la libertad queda constreñida en su significado a la simple libertad de elección democrática, sabiamente encauzada por los medios de comunicación. El socialismo hoy se tiñe con el barniz de una amabilidad trivial y superflua, más propia de una comunidad de vecinos educados que de una sociedad compleja y multivariada. El neosocialismo ha renunciado a cualquier tipo de certeza ideológica y se consume en su propio mar de incertidumbres, relativismos resignados y acuerdos provisionales. Los gobiernos mal llamados de izquierda con un ojo miran hacia el ciudadano buscando la manera de atraer su voto desde el sillón hasta la urna, y con el otro miran la manera de seguir inflando el consumismo, tanto inmobiliario como comercial. Es decir, la estrategia de lucha por los desfavorecidos, de lucha por la justicia social, por la libertad real, se pierde en el trasfondo del pensamiento débil y postmoderno y se reduce a poco más que lo dictado por el espíritu práctico y el oportunismo. Con el movimiento obrero y sindical huyendo en retirada ante el avance imparable de la globalización patronal y el nada futuro rosa de los partidos y organizaciones de izquierda, el ciudadano solo opta por quedarse en casa, sentado en su sofá, delante del televisor y con el mando a distancia entre las piernas. Piensa que así castiga a sus gobernantes, cuando lo único que consigue es alentar a los golfos de baja estopa.
Uno abre los periódicos o enciende el televisor e inevitablemente se encuentra con mil sucesos y escenas a cuál más violentas. No hay telediario que no se abra con la noticia de un nuevo atentado en Irak o en Durango (qué más da), una violación o el asesinato de un menor o de una mujer, la guerra aquí o allá, el secuestro de alguna persona, el apaleamiento de algún desgraciado que pasaba por mal sitio en el momento más inoportuno, la pelea entre bandas o el insulto entre rivales. Salimos a la calle y la cosa no es mucho mejor: uno le pega un bocinazo a otro y le gesticula de modo nada elegante, una moto te atraviesa el tímpano mientras el adolescente que lleva encima se juega la vida en el cruce siguiente o el descerebrado del coche recién tuneado te machaca con el petardeo que lleva como música. La violencia está por todas partes y tiene mil caras. Las más simples son las que acabo de describir sin entrar en mucho detalle.
Las más terribles son mucho más sutiles porque pasan casi desapercibidas o son tan maquiavélicas que son asumidas o aceptadas por la mayoría. Me refiero, por ejemplo, a la violencia estructural que ejerce el primer mundo sobre el resto del planeta al despilfarrar los recursos de todos como si fueran sus legítimos dueños; me refiero a la violencia de los dirigentes políticos que someten a sus votantes a un "trágate esto y más" día sí y día también con la excusa de los votos recibidos en las últimas elecciones; me refiero a la violencia de los mandamases de las grandes y medianas y pequeñas empresas que someten a sus empleados a mil y un abusos con la sencilla pero efectiva amenaza del despido; me refiero a la violencia de los bancos sobre sus clientes, las mafias de la construcción que chantajean a unos y compran a otros, para engañar a todos; la violencia del que sabe sobre el que no sabe o no sabe tanto; la violencia del joven sobre el viejo; la violencia del rico sobre el pobre, la violencia del líder religioso sobre su engañado rebaño, la violencia del fuerte sobre el débil...
Sólo la naturaleza no es violenta y cuando le aplicamos a sus "actos" (más bien sucesos) este calificativo lo hacemos más por asimilación que por corrección: un león que ataca y se come a una gacela no es violento; un huracán o un terremoto no son fenómenos que reflejen la violencia de la naturaleza, sino sólo su fuerza y los mecanismos de su funcionamiento. Otra cosa es que no nos gusten o nos causen serios trastornos. Un indio yanomani que caza entre los árboles no es violento. Sólo el llamado hombre civilizado puede ser violento, porque precisamente él es el único que puede decidir no serlo. Y él es el único que puede condenar la violencia, trabajar por la paz y luchar por valores como la tolerancia, el respeto, la igualdad, la justicia, que son incompatibles con la violencia en cualquiera de sus formas. Y eso, le guste a algunos o no, hay que enseñarlo desde pequeños y extenderlo con el ejemplo, del que tan faltos están precisamente los que más deberían darlo.
Aconsejaba Platón que no permitiéramos que creciera la zarza en el camino de la amistad, quizás a base de transitarlo con asiduidad, quizás a base de dejar tiempos de descanso en la siempre dificil convivencia. Lo cierto es que toda relación, (amistosa, amorosa, laboral, vecinal, familiar...) implica una dosis determinada de idealización y una dosis complementaria de realismo. La convivencia suele ser el caldo donde se vierten los ingredientes y se guisan hasta conseguir un alimento aceptable. En algunos casos, la convivencia te descubre en el otro aquello que desconocías y te hubiera gustado conocer, pero en la mayoría de los casos te descubre una altura menor de aquella en donde habías situado a la otra persona. Por eso funcionan tan bien las amistades o relaciones a distancia, de solo los fines de semana o por internet. Sin embargo, si conseguimos superar esas pequeñas dificultades y mantener por encima de todo el valor de la amistad o el afecto hacia el otro, la convivencia no resta, sino suma; fortalece el sentimiento y crea vínculos cada vez más intensos con el ser humano (imperfecto, no se nos puede olvidar) que tenemos enfrente o, mejor, a nuestro lado. Saber colocarse por encima de las menudencias que actúan como piedras en el camino, para continuar caminando, nos convierte en verdaderos humanos y nos hace más dignos del don de la amistad, porque nada hay más preciado ni existe riqueza que se le pueda comparar.